Philippe Petit
Ve, observa y pregunta
al labrador y aprende de
él que lo que se siembra
se cosecha.
Isis
Virgilio, según los antiguos biógrafos, habría dedicado siete años, o sea más de un día por verso, para redactar los cuatro libros que constituyen las Geórgicas. Según la opinión de varios filósofos contemporáneos, la obra demuestra una maestría única en las letras latinas, tanto por el sabio equilibrio de su composición como por la búsqueda de la lengua y la soltura de los versos.
Tanto tiempo, esmero y arte nos deben sorprender, si consideramos el carácter esencialmente utilitario del tema de la obra. Las Geórgicas son, en efecto, un verdadero tratado de agricultura práctica, que describe con una notable precisión técnica, los diferentes trabajos agrícolas así como los métodos de la arboricultura, de la cría y de la apicultura. Además, y esto es también muy curioso, varios episodios breves son intercalados en varios lugares como excursus en una lección demasiado difícil, que se refieren a temas variados, mitológicos, históricos, geográficos, elogiando la vida campestre, dirigiendo piadosas invocaciones a los dioses o, como nuestro pasaje, loando la grandeza y la belleza de una estación.
¿Cuál fue, la intención de nuestro poeta al publicar una compilación tan singular? ¿Fue sólo poética como lo han creído muchos intérpretes antiguos y modernos? Motivado por «una inspiración nacional y romana», como ha dicho uno de ellos, ¿no tenía Virgilio otro objetivo que defender «la moral del trabajo y del esfuerzo humano», (1) opuesta al libertinaje provocado por la guerra civil? O, como defiende otro (2), ¿ha sido sólo un «militante en una campaña de propaganda de retorno a la Naturaleza»? Se puede dudar tan seriamente de ello como de que su objetivo fuera únicamente poético o literario.
El texto que proponemos, que ha sido extraído de un largo fragmento dedicado al cultivo de la viña, no puede explicarse ni mediante la política, ni mediante la moral, ni incluso mediante la literatura. Tenemos que presentir a otro Virgilio. Un Virgilio que escruta y desvela los grandes misterios de la naturaleza y de la vida: en este caso, el del matrimonio entre el cielo y la tierra en la primavera. Virgilio, poeta apasionado por la agricultura, ciertamente, pero ¿por qué agricultura?
¿No sería acaso aquella de la que habla Moisés?: «Y Dios lo hizo salir del Jardín de Edén para que cultivara la tierra de la que había sido extraído». (3).
Es también lo que nos propone El Mensaje Reencontrado: «¿Pensáis hacer algo bueno sin el Sol, sin la Luna, sin las estrellas, sin el aire, sin el agua y sin la tierra? Entonces ignoráis la agricultura que es la ciencia de Dios».(4)
Verilluderat (5)
«La mejor estación para plantar las viñas es cuando, en la primavera que enrojece, ha llegado el pájaro (6) de deslumbrante blancura al que odian las largas culebras, o en los primeros fríos del otoño, cuando el sol devorador, con sus caballos, aún no ha llegado al invierno, pero cuando ya ha pasado el verano.
La primavera es particularmente provechosa para el follaje de los bosques; la primavera es provechosa para las selvas, las tierras se hinchan y reclaman las semillas generadoras. Entonces el Padre Omnipotente, el Éter, desciende en fecundas lluvias al regazo de su alegre esposa y mezclado a su gran cuerpo, él, que es grande, nutre a todos los embriones.
Es este momento, los matorrales impenetrables resuenan con el trino melodioso de los pájaros y los rebaños llaman de nuevo a Venus en los días fijados. La campiña nutriente da a luz y bajo los templados soplos del Céfiro (7) los campos labrados entreabren su seno. Por todas partes sobreabunda una tierna savia y los capullos se atreven sin temor a confiarse a nuevos soles. Tampoco el pámpano teme al Austro que se levanta ni al aguacero arrojado del cielo por los fuerte Aquilones y hace crecer sus yemas y despliega todas sus hojas.
Creo que en el primer origen del mundo naciente, no empezaron a brillar otros días ni se produjo otra continuidad de temperatura. ¡Era la primavera! El gran mundo vivía su primavera y los Euros moderaban sus soplos invernales cuando los primeros animales se abrevaron de luz, cuando la raza de los hombres, nacida de la tierra salió fuera de los berbechos yermos y cuando las bestias salvajes fueron lanzadas a los bosques y los astros al cielo. Además, los seres delicados no podrían soportar esta prueba si una tan larga espera no se extendiera entre el frío y el calor y si la clemencia del cielo no reservara una buena acogida para la tierra».(8)
Un texto como éste requiere primero ser leído, releído y meditado. Nuestro comentario se limitará a indicar algunas pistas y a sugerir algunas posibles aproximaciones. Considérenlas, pues, como un aperitivo apropiado para abrir el apetito más que como un mal plato destinado a saciarlo…
El misterio de la primavera es, según Virgilio, primero y sobre todo el misterio del Éter, este Padre Omnipotente que desciende del cielo para venir a fecundar la tierra, su fértil (9) compañera.
Platón, en su Timeo, inspirándose sin duda en una tradición muy antigua, define el Éter como un aire extremadamente sutil, mezclado de fuego que llena todo el espacio situado sobre la Luna y que está animado por un movimiento circular continuo, mediante el cual arrastra las esferas de los diferentes planetas. Por debajo de la Luna y hasta sobre la Tierra, generalmente no se encuentra éter, sino sólo un aire impuro que no engendra más que seres imperfectos: es el lugar de la generación y de la corrupción. Según Platón, el mundo se mantiene gracias al movimiento circular del éter. En efecto, este movimiento es el que, produciendo la revolución perpetua de los astros, engendra los años, las estaciones, los días, las noches y mantiene la vida sobre nuestro planeta. Así pues, el éter es el Padre: es el alma del mundo, o sea, como Platón lo sugiere claramente, Dios mismo.
En la tradición judeocristiana, la palabra Dios es bastante equívoca. Los judíos consideran que el Dios mismo, al ser sin límites,(10) es absolutamente incognoscible. Sólo se deja conocer a través de sus emanaciones o sefirot. La primera de estas emanaciones es la que se denomina «la corona», keter. La corona hace pensar evidentemente en el Zodíaco: no en el Zodiaco con todos sus astros sino simplemente en este movimiento circular que anima el éter. El éter correspondería pues, a las tres primeras sefirot: la corona, la sabiduría y la inteligencia.
Además, la tradición judía enseña que las emanaciones de este incognoscible siempre tienden a descender y a corporificarse. En esto volvemos a encontrar a Platón y a Virgilio. El éter está animado por la necesidad y el deseo de corporificarse. Cuando encuentra un cuerpo muy puro que de alguna forma es de su naturaleza, se une a él y produce la luz. Es lo que ha ocurrido con los astros, que son dioses, hijos del Éter, que los ha inflamado y los ha vuelto luminosos. Así pues, Virgilio puede denominar «hijos de los dioses» a aquellos que «Júpiter benevolente ha amado o a los que su ardiente virtud elevó hasta el éter» y que «en número reducido» han podido volver a subir de los infiernos.(11)
¿Cómo desciende el éter sobre la Tierra y cuál es su efecto sobre el mundo terrestre?
Nuestro texto nos lo enseña: el éter es vehiculado por las lluvias primaverales y él es quien despierta a la naturaleza entumecida y dormida por el frío del invierno. Comparémoslo con este versículo dEl Mensaje Reencontrado:
«La luz del sol, de la luna y de las estrellas fecunda perpetuamente el agua del cielo que lleva la semilla en las profundidades de la tierra, de donde surge la vida de los seres y de las cosas». (12)
O con este paisaje de Isaías:
«Del mismo modo que la lluvia y la nieve caen de los cielos y no vuelven allí sin haber abrevado la tierra, sin haberla hecho dar a luz y retoñar de forma que provea al sembrador de la semilla y de pan al que come, del mismo modo, la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí sin efecto, sin haber efectuado lo que yo quería y realizado aquello por lo que la había enviado».(13)
Parece que la misma realidad natural está evocada en estos pasajes, el misterio de la unión del cielo y de la tierra. Entonces, tal vez se comprenda mejor por qué «Padre nuestro, que estás en los cielos», para tomar unos términos propiamente cristianos, es un «Padre Omnipotente».
Esos tres versículos de El Mensaje Reencontrado son explícitos en lo que se refiere a este tema:
«¡El Señor puede cambiarlo todo si lo quiere en un abrir y cerrar de ojos! Él es todopoderoso para hacer germinar la semilla terrestre enterrada en la tumba».(14)
«Adoremos dentro de nuestros corazones el Dios Todopoderoso que nos rocía con su gracia, que nos da calor con su amor y que nos hace germinar hasta el cielo de resurrección…».(15)
«Escucha mi plegaria, tú, cuya luz es todo inteligencia, todo amor y omnipotencia de vida. Ven a mí sobre tu rayo penetrante y despierta mi vida adormecida en las tinieblas del exilio. Anímame de nuevo, y sálvame del horror de la muerte, ¡oh, Padre maravilloso que prodigas incansablemente tu simiente santa».(16)
En el tercer párrafo de nuestro texto, Virgilio parece decir que, bajo el efecto del Céfiro, los campos labrados, arva, abren su seno como para ser penetrados por este viento. Además, se podría traducir perfectamente: «los campos abren su seno a los templados soplos del Céfiro».
Otros dos pasajes de las Geórgicas evocan una acción comparable del Céfiro en la primavera.
En el primero, Virgilio aconseja labrar la tierra: «En la nueva primavera, cuando
El agua helada se derrite a partir de las blancas montañas y cuando la gleba desagregada se abre bajo la acción del Céfiro».(16)
El segundo describe el extraordinario frenesí amoroso que se apodera de las yeguas en primavera:
«El amor las arrastra más allá del Gárgaro y más allá del Ascaño resonante; franquean las montañas, atraviesan los ríos a nado, y a partir del momento en que la llama se ha introducido en sus médulas ávidas, sobre todo en primavera, pues es en primavera cuando el calor penetra de nuevo en sus huesos, se yerguen sobre todas las rocas altas, de cara al Céfiro, se penetran de las brisas ligeras y a menudo, sin ningún acoplamiento, fecundadas por el viento [cosa sorprendente de decir], arrancan a correr a través de las rocas, de los picos y de los valles encajonados…».(18)
Aristóteles(19) y Plinio(20) atestiguan que la creencia en esta sorprendente fecundación estaba muy arraigada en los pueblos antiguos. El mismo Homero atribuía al Céfiro la paternidad de los caballos de Aquiles.(21)
En su Dictionnaire des antiquités grecques et romaines, Daremberg y Saglio proponen una explicación que no deja de tener interés:
«Bóreas y Céfiro -dicen – tienen una personalidad más definida [que los demás vientos]. Dioses del viento son también daïmonès intermediarios entre el mundo superior y el Hades. En la Ilíada vienen al ruego de Iris a reanimar la llama de la hoguera de Patroclo y de esta forma ayudan al alma del héroe a tomar su vuelo».
Mencionando varios pasajes de Homero, así como la leyenda del Céfiro que fecunda a las yeguas, concluyen:
«En ciertos pasajes de los poemas homéricos, Bóreas y Céfiro ya aparecen como la expresión del principio vital… Esta idea está íntimamente ligada a la del alma, considerada como un soplo, que tiene la misma raíz divina que el que se ejerce sobre toda la naturaleza.»
Pensamos en este versículo de El Mensaje Reencontrado:
«La tierra se volverá como el barro, como la vida y como el oro, bajo el soplo del Altísimo».(22)
Zephyros, según la curiosa etimología encontrada en una nota de una antigua edición, provendría de zôé-phoros: Céfiro es pues, ‘aquel que trae la vida’.
«Ver illud erat»: ‘¡Era la primavera!’. Como conclusión a su digresión, Virgilio establece una comparación entre lo que ocurre cada primavera en la naturaleza y lo que sucedió en la creación del mundo.
La idea según la cual el mundo habría sido creado en primavera es común a numerosas tradiciones antiguas. En Egipto, ya se conocía. Entre los latinos, la volvemos a encontrar, sobre todo en Lucrecio.(23)
Pero, ¿qué hay que entender por «creación del mundo»? ¿Los sabios antiguos, Moisés en el Génesis, Virgilio en ciertos pasajes de las Bucólicas y de la Enéida, (24) han querido alguna vez dar la explicación científica de la aparición del mundo terrestre en el que vivimos? Podemos dudarlo seriamente…
Lo que anuncia Virgilio en toda la extensión de su obra es lo que anunciaba Sileno a sus discípulos Cromis y Mansilio,(25) es lo que anunciará la Sibila a Eneas: es el mundo por venir, la edad de oro. Y la «creación del mundo» que se complace en evocar varias veces, no es más que la obra de regeneración que el hombre caído debe realizar si quiere recuperar el reino perdido, y que nuestros alquimistas occidentales han denominado Gran Obra.
La lectura de ciertos escritos alquímicos puede bastar para convencernos de ello. Comparemos, por ejemplo, nuestro texto con este pasaje de Limojon de Saint Didier:
«No tenéis que ignorar que la Naturaleza, desde el principio de la primavera, para renovarse y poner todas las semillas que están en el seno de la tierra en el movimiento apropiado para la vegetación, impregna todo el aire que rodea a la tierra de un espíritu móvil y fermentativo que proviene del padre de la Naturaleza. Es, propiamente, un nitro sutil que hace la fecundidad de la tierra, de la cual es el alma…».(26)
O también con éste de Gobineau de Montluisant:
«En esta época [en marzo, abril, mayo] es cuando el sabio alquimista debe ir al encuentro de la materia y cogerla en el instante en que desciende del cielo y del fluido aéreo en donde no hace más que besar los labios de los mixtos y pasar por encima del vientre de las yemas y de las hojas que están sujetas a él para entrar triunfante bajo sus tres principios universales en los cuerpos, por sus puertas doradas y convertirse en la semilla de la rosa celeste; esto se entiende por símbolo.
Entonces, su amor le hace derramar lágrimas que son más que luz, cuyo padre es el sol, revestida de una humedad cuya madre es la luna y que el viento de Oriente trae en su vientre; es este estado la habéis cogido antes de ser atraída por los imanes de los individuos específicos y ser especificada en ellos».(27)
Incluso el lector menos acostumbrado al lenguaje difícil de los textos alquímicos se sorprenderá ante la similitud de los temas. Ocurre que el alquimista, como nuestro poeta, es ante todo un observador atento de las obras de la naturaleza. Su Arte quiere imitar al máximo sus procedimientos. Por ello, sólo usará un fuego moderado que aumentará muy lentamente, como la temperatura de la primavera…
Todo esto nos hace adivinar que a la luz de la alquimia y de la enseñanza de sus maestros más autorizados es posible otra lectura de nuestro texto. Sin duda, nos permitiría saber con más certeza quién es «el pájaro de deslumbrante blancura odiado por las largas culebras», cuales son los «bosques» para los que la primavera es tan provechosa, por qué los pájaros cantan cuando desciende el éter divino…
Pero esto sería otra cuestión, que supera el proyecto de este artículo y, desgraciadamente, la competencia de su autor.
_______________
(1) P. Collin, Préparation aux Bucoliques, ed. Dessain, p. 8, 1961.
(2) E. de Saint-Denis, Introduction aux Geórgiques, ed. «les Belles Lettres», p. 6, París, 1963.
(3) Génesis, III, 23.
(4) L. Cattiaux, El Mensaje Reencontrado, ed. Sirio, Málaga, 1987, libro XXIII, 48.
(5) Virgilio, Geórgicas II, 338.
(6) Se trataría de la cigüeña que, según Juvenal (XIV, 74) destruye las serpientes.
(7) El Céfiro es un viento del oeste, suave y tibio, que provoca la fundición de las nieves y anuncia la primavera. El Austro, el Aquilón y el Euros citados después, soplan, respectivamnete, del sur, del norte y del sureste.
(8) Virgilio, op. cit. II, 319 a 345.
(9) El adjetivo laetae que he traducido por ‘alegre’ significa tanto ‘alegre’ como ‘rico’, ‘abundante’ y ‘fértil’.
(10) El Ein Sof de la Cábala.
(11) Virgilio, Eneida, VI, 129 a 131.
(12) L. Cattiaux, op. cit. libro VI, 19′.
(13) Isaías, LV, 10 y 11.
(14) Op. cit. lib. XXIII, 13.
(15) Ibidem.lib. XVI, 23′.
(16) Ibidem. Lib. XXVIII, 16′; ver también lib. XXXVI, 102′; lib. XVIII, 43′ y lib. XIV, 6′.
(17) Virgilio, Geórgicas, I, 43 y ss.
(18) Ibidem. III, 269 y ss.
(19) Aristóteles, Historia Animal, VI, 18, 4 y 5.
(20) Plinio, VIII, 166.
(21) Homero, Ilíada, XVI, 149.
(22) L. Cattiaux, op.cit. libro III, 102′.
(23) Lucrecio, De rerum natura, V, 781 y ss.
(24) Virgilio, Bucólicas, VI, 31 y ss. Y Eneida, VI, 724 y ss.
(25) Virgilio, idem. VI.
(26) Limojon de Saint-Didier, Entretien d’Euxode et de Pyrophile, en Le Triomphe Hermétique, Omnium Litéraire, p. 51, París, 1958.
(27) Citado por Cl.- d’Ygé en su Nouvelle assemblée des philosophes chymiques, ed. Dervy Livres. París. 1954, p. 186.