UN SABIO REFRAN:

«QUIEN A BUEN ARBOL SE ARRIMA BUENA SOMBRA LE COBIJA»

Margarita Creus

Harto conocido es este refrán para que nos detengamos en enumerar las posibles aplicaciones que podríamos darle a su sentido más aparente. La primera explicación consistiría en establecer la comparación entre este árbol y el buen amigo, la buena compañía y, su sombra benéfica sería la protección que puede procurar una buena amistad, una buena influencia.

Creemos pero, que el árbol es un símbolo de algo muy profundo, de algo sagrado para el hombre y que se manifiesta ya, desde los tiempos más remotos. Existen muchos hechos en las diferentes tradiciones en que el árbol protagoniza o es testigo de un acontecimiento importante.

Cuando el Señor se apareció a Abraham para anunciarle que a Sara, su mujer, le nacería un hijo, está aparición tuvo lugar en los robles de Mamré (1). En hebreo, la palabra roble significa además, ‘hombre poderoso, guía’.

Buda, según la tradición nació debajo del árbol sagrado Sal.

También en la mitología griega un árbol protagoniza un hecho importante. Adonis, el dios de la vegetación, nació en el tronco de un árbol, el balsamero, el cual reventó milagrosamente después de 10 meses de gestación. Existe una pintura de Urbino del siglo XVI, representando dicho acontecimiento.

Y también un detalle de la célebre obra pictórica del Bosco «La tentación de San Antonio», un extraño ser entre mujer y árbol, extrae del hueco de su tronco, o vientre un niño recién nacido. El árbol hueco, más exactamente, el roble hueco, es un tema alquímico muy frecuente. Parece representar el hornillo en el cual los alquimistas después de varias operaciones fabrican su piedra. También los druidas, ministros de la religión de los antiguos galos o celtas, no poseían templos y se reunían en los bosques de robles. Etimológicamente, druida, quiere decir ‘maestro del bosque’. Su gran asamblea anual tenía lugar en el bosque de los Carnutos. Eran considerados como depositarios de la revelación e intérpretes de los signos celestes. Obedecían a un gran sacerdote que nombraban a perpetuidad. El druidismo, originario de la isla de Bretaña —Inglaterra— era, más que una religión, un cuerpo doctrinal. Los druidas atribuían determinadas virtudes a ciertas plantas y en particular al muérdago, que era recogido cada año en ceremonia con una hoz de oro. Creían en la inmortalidad y en la transmigración de las almas.

Un importante símbolo egipcio, representado por un árbol podado está asociado al inmortal Osiris. Se trata del pilar del djed que fue el jeroglífico de la duración y de la estabilidad. Este pilar saca su origen de la imagen del árbol desramado, pero cosa interesante entre todas, esta imagen primordial del árbol se fundió con la imagen del hueso sacro de Osiris, el último hueso de su columna vertebral. Esta parte del cuerpo, desmembrado de Osiris era, creíase, el centro imperecedero de la vitalidad del dios. Su posición abajo de la espina dorsal correspondía de una manera sorprendente al chakra de origen o chakra-raíz del yoga indio, allí donde reside kundalini, la energía vital (2).

Y siguiendo siempre con el tema del árbol, como principal testigo de un hecho importante, ¿qué diremos del árbol que compuso la cruz del redentor?

Para los primeros cristianos, es el carácter cósmico del sacrificio de Cristo que da su significación al acontecimiento histórico del calvario, el cual se expresa en el símbolo de la cruz. Cristo es sacrificado en el centro del mundo, en el árbol cósmico que se extiende desde el cielo a la tierra y se yergue en el punto central de la cruz de dos brazos, el uno horizontal, el otro vertical, marcando las cuatro direcciones. Esta cruz es el homólogo del árbol de vida, el cual según las Escrituras se alza en el comienzo de los tiempos en el centro del jardín de Edén y en el centro de la ciudad celestial de Jerusalén, en el final de los tiempos. En el siglo III, esta imagen de la cruz cósmica de Cristo fue evocada en un sermón de Pascua por Hipólito, obispo de Roma:

«Este árbol, tan vasto como los cielos, ha crecido desde la tierra al cielo. De especie inmortal se alza entre el cielo y la tierra. Es el centro de todas las cosas y su lugar de reposo es el fundamento del globo terrestre, el centro del cosmos. En él, todos los diversos aspectos de nuestra naturaleza humana se funden en la unidad. Está firmemente sujetado por los clavos invisibles del espíritu, de manera que nada puede arrancarlo a lo divino, tocando a las más altas cumbres del cielo, tiene el pie sólidamente anclado en la tierra y abraza con sus brazos innumerables todo el espacio intermedio (3)».

Con todos estos ejemplos, vemos cuán importante es para el hombre buscar este buen Arbol, para poder cobijarse a su sombra. Este es el árbol de la vida que el Señor plantó en el jardín de Edén, del lado de oriente. Ciertamente el Señor plantó en medio del paraíso, dos árboles singulares(4). Nos referimos hoy al árbol de la vida, el que da «buena sombra», sin menoscabo del otro, pues de sobras sabemos la notoriedad que aquél adquirió a causa de la fatal elección de nuestros primeros padres.

Vemos pues, la capital importancia que el Señor da también al árbol de la vida, al comprobar la desobediencia del primer hombre diciendo:

«He aquí que el hombre se ha vuelto como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal. Ahora, que no alargue su mano y tome también del fruto del árbol de la vida, y coma de él y viva eternamente».

El Señor hizo salir al hombre del jardín de Edén expulsándole y puso al oriente del jardín a los querubines y la espada flameante dando vueltas para guardar el camino de este árbol de la vida.

De ahora en adelante, el hombre ya no podría cobijarse debajo del árbol cuyos fruto y sombra le hubieran deparado ¡nada menos que la vida eterna! y es de pensar que cuanto más nos alejamos de este árbol que se halla del lado de oriente, más nos des-orientamos.

Es por esta razón que en nuestro peregrinaje por el camino de vida sentimos esta nostalgia secreta, inexplicable, como un recuerdo muy lejano de este árbol cuyo fruto nos hubiera preservado de la muerte y procurado el disfrute de la vida eterna. Y este vacío nostálgico que experimentamos, cuando el aspecto falaz del mundo no puede llenarnos, nos da la certeza de que el hombre no fue creado para morir. No es de extrañar pues, la repugnancia, la rebeldía, la angustia y el miedo que sentimos al pensar en la muerte que nos acecha y nos cosecha ineludiblemente al final de nuestros días. A menos que intentemos poder salir de esta trampa mortal, poniéndonos a buscar de una manera decidida, con firmeza, con pasión, diríamos, este camino que nos puede conducir al pie de este árbol de la vida, para obtener su preciado cobijo.

Esta nostalgia imprecisa, esta angustia que podríamos llamar metafísica y el fruto que podemos obtener al final de nuestra búsqueda, todo esto está claramente expresado aquí: «la esperanza dilatada aflige el corazón, y el deseo cumplido es un árbol de vida» (5).

En realidad, podríamos decir que este árbol y el justo o sabio en Dios son una misma cosa y que la palabra substancial que salva de la muerte y el fruto de vida sería también lo mismo. Se trata pues, de descubrir al justo que, con su palabra nos dará el fruto del árbol de vida: «… ya que por el fruto se conoce la calidad del árbol» (6).

Louis Cattiaux, no nos podría describir mejor el por qué de nuestra naturaleza enferma, tarada y como obtener el remedio magistral para recuperar esta salud y vida eternas:

«El pecado y la caída es haber comido el fruto envenenado del árbol doble, es haber absorbido la substancia viva con la mugre muerta y es continuar haciéndolo.

La regeneración y la redención es descubrir y comer el fruto puro del árbol único que arrojará fuera de nosotros el hedor, la oscuridad y la inercia fatal de la muerte» (7).

Dícese que los valientes merecen la victoria. Para merecer la victoria, antes se ha de vencer. ¿Vencer qué? ¿a quién? ¡Ah! Puede que todo esto lo sepamos al final de nuestra búsqueda. Pero de lo que podemos estar seguros, es del don inconmensurable que obtendremos, según san Juan: «al que venciera yo le daré a comer del árbol de la vida, que está en medio del paraíso» (8).

¡Este sí que es el buen árbol por antonomasia, el que, además de darnos su fruto de vida, nos cobija eternamente con su sombra paradisíaca!

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(1) Génesis XVIII, 1.

(2) Roger Cook, L’arbre de vie, Ed. Seuil, Yugoslavia, 1975.

(3) Ibídem.

(4) Génesis II, 9.

(5) Proverbios XIII, 12.

(6) Mateo XII, 33.

(7) Louis Cattiaux, El Mensaje Reencontrado, Ed. Sirio, Málaga, 1978, libro XIX, 68 y 68′.

(8) Apocalipsis II, 7.