Octavio escolio del capítulo primero del «Tractatus aureus atribuido a Hermes Trismegisto

Él confía a sus hijos el secreto de la obra y con esta palabra, HE AQUÍ, nos indica claramente que está llevando a cabo algo muy importante en la explicación del arte muy noble y secretísimo. Geber, Morieno y los demás filósofos recomiendan a los discípulos del arte que busquen en sí mismos las raíces minerales. Por esta razón dicen:

«En lo sucesivo, conociendo los principios de tu nacimiento, la semilla o materia prima de la que está compuesta, la piedra ya no te será ocultada.»

Esta frase parecerá, desde luego, absurda al hombre grosero que ignora los arcanos naturales, pues será incapaz de imaginar en su cerebro cualquier similitud ni parentesco entre la semilla del hombre, que es animada, y los cuerpos llamados inanimados –según la opinión de ciertos ignorantes– de los metales y las piedras. Pero si te sacara junto con Abraham de tu morada mugrienta y corporal y te llevara a contemplar los astros espirituales que reposan ocultos en todas las cosas, ya no serías tan reacio a nuestra sentencia, sino que muy al contrario, penetrarías en ella a pies juntillas.

Abre pues los ojos y considera nuestro cielo filosófico miríficamente adornado por una multitud infinita de estrellas. Como podrás observar, los cuerpos astrales del firmamento superior no difieren de los demás más que por una superioridad de tamaño y de resplandor luminoso; sin embargo, en el universo todos están formados por una sola y única materia purísima, diáfana y transparente. Todos los cuerpos de este mundo inferior parecen diferir mucho entre sí debido a su aspecto exterior; no obstante, si los consideramos a todos de forma intrínseca, veremos que todos proceden primitivamente del mismo principio o primer antes.

Según Salomón, (1) este principio interno no es nada más que cierta materia invisible (2) de la que el globo terrestre ha sido formado; o según san Juan evangelista:

« El Verbo por el que todas las cosas fueron hechas y sin el cual no se hizo nada de cuanto ha sido hecho.» (3)

«Pero», replicarás, «si el Verbo es el principio de todas las cosas según el testimonio de la Escritura, al ser este mismo Verbo inmortal permanecerá eternamente; por eso no hay que buscarlo ni perseguirlo en los cuerpos sublunares y corruptibles, pues están todos destinados a la muerte, la inestabilidad y la desaparición.»

He aquí una breve y concisa respuesta a tu objeción:

Todas las cosas creadas por el Verbo eran excelentes, es decir, provistas por Dios de una perfección de beatitud totales, pero a causa de la prevaricación de Adán, la tierra fue también maldita: la muerte fue introducida en el mundo entero y no hay nada en él que no haya sido despojado y privado de esta perfección primitiva y que no esté, por consiguiente, expuesto a la muerte.

Apiadado de su criatura, el Todopoderoso quiso liberarla de la muerte para restablecerla en el reino de la vida y envió este mismo Verbo que es su luz y vida al mundo, y así regeneró el mundo por segunda vez por este Verbo. El único donador y regenerador de vida siempre es el mismo Dios, fuera del cual no hay esperanza de salvación. Por esta regeneración una criatura nueva es hecha. Las cosas antiguas han pasado y he aquí que son hechas todas las cosas nuevas. (4)

Por tanto, no debemos considerar este Verbo según la criatura antigua sino según la nueva. No conocemos a nadie según la carne, es decir, la criatura antigua, sino según el espíritu, la criatura nueva. Así como Cristo habita de forma invisible en quienes él ha regenerado, sin manifestarse en este mundo sino en el otro; así también el Verbo de regeneración es inherente a todas las cosas, pero de forma invisible: no puede manifestarse en los cuerpos mugrientos y elementales si no son reducidos a quinta esencia, es decir, a naturaleza celeste y astral. Este Verbo de regeneración es pues la semilla de la promesa o cielo de los filósofos, que brilla con todo el resplandor de los astros luminosos. Abraham fue llevado a verlo en contemplación.

Quien quiera ver pues este cielo nuestro, lo cual puede hacerse si se considera al doble salvador, respecto al mundo menor y al mundo mayor (puesto que es el mismo Dios quien opera todo en todos), deberá rechazar sus ojos adánicos, es decir, carnales, los cuales en su adormecimiento sólo nos permiten ver las cosas externas y corruptibles, y deberá recibir de la creación nueva los órganos espirituales de la vista. Éste reconocerá fácilmente que no hay más que un autor de todo este mundo, tanto creado como regenerado, un solo artesano y realizador de todas las cosas, un principio, un ser primero que nunca se separa de la naturaleza, sino que, mejor dicho, la vuelve a purgar de su corrupción y mancha, la revivifica y la vuelve a conducir a la primitiva libertad de la perfección. No debes sorprenderte pues si las cosas sometidas a la muerte despojan a la antigua criatura de su forma y parecen reducidas a nada. La muerte es, efectivamente, el principio de la vida, y sólo es el viejo cuerpo adánico el que muere, pero el espíritu de la nueva criatura recreada se fabrica un cuerpo mucho más noble y glorioso que el antiguo. Sin duda alguna, lo que se siembra no vivifica si previamente no muere; sembrado en la corrupción resucita en la incorruptibilidad, sembrado en la ignominia, resucita en la gloria, sembrado en la imperfección, resucita en la virtud. (5)

Y Hermes nos dice en La Tabla de Esmeralda que todas estas cosas son hechas por meditación de uno. Efectivamente, el mismo Dios que dijo: «Morirás», también dijo: «Serás salvado». Por tanto, la muerte y la vida recibieron del mismo Verbo de Dios la fuerza y la potencia de operar. Cualquier palabra que procede de la boca de Dios es pues esencial: por tanto, no es un espíritu o un soplo evanescente y vano como piensan de forma muy perniciosa muchos ignorantes e impíos en su incredulidad. Mis palabras, dice Cristo mismo nuestro Salvador, son espíritu y vida, es decir, semilla sustancial y esencial de la nueva criatura; y quien cree en ella es salvado; es unido esencialmente y conglutinado con Cristo, al igual que la cabeza con los miembros, es decir, como Cristo y la Iglesia son dos en una misma carne. Quien no cree permanece en el pecado y al ser la muerte el salario del pecado, todo incrédulo está ya juzgado, condenado por el Verbo, y muere de muerte eterna. Así como la salvación del hombre depende del único conocimiento de Cristo y de la verdadera fe en él, puesto que es el único y solo salvador del microcosmos, así también, es plenamente necesario que el verdadero filósofo conozca al Salvador del macrocosmos: es el cielo de los filósofos o Verbo de regeneración; no es más que uno sólo difundido en todo el mundo, en todas las cosas; lo hallamos en los cuerpos de los animales, de los hombres, de los brutos, de las plantas, de los árboles, de los frutos, de los metales, minerales y piedras.

Por tanto, si has conocido una sola vez esta cosa única y si la ocultas en lo más secreto e íntimo de tu corazón, podrás llevarla contigo secretamente y con toda seguridad a todas partes donde vayas, sea por mar o por tierra, o abrirte un camino a través de las rocas o los fuegos.

1. Véase Sabiduría XI, 17.

2. Ciertos traductores de la Biblia, como Crampon, traducen «materia informe».

3. Véase Juan I, 3.

4. Véase II Corintios V, 17.

5. Véase I Corintios XV, 42 y sig.