LA SEMILLA SANTA

R. Arola

Del grano de mostaza nace el árbol de la mostaza, de la semilla del hombre nace el hijo del hombre y de la semilla de Dios nace el hijo de Dios. La semilla Santa es la semilla de Dios, cuya descendencia está «separada» (1) del mundo profano, que es el mundo de la muerte.

Estar separado de la muerte es estar en Dios, es conocer el secreto de la alquimia y el misterio de la regeneración; esto es lo que dice el apóstol Pedro (I;1-23): Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino incorruptible, por la palabra de Dios, que vive y permanece para siempre. La palabra de Dios es el principio de una generación de verdad y vida que está separada de las generaciones biológicas o históricas; de ella, nos hablan continuamente las Sagradas Escrituras. Es la generación de los hijos de Dios, de la que dice San Juan (I,12): No son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino que nacen de Dios. La verdadera religión no habla más que de este misterioso engendramiento que se produce cuando el cielo se une con la tierra y la tierra con el cielo, como cuando el soplo de Dios se une con el polvo de la tierra (Génesis, II, 7), de esta unión nace el hombre primordial, el hombre de luz, el reino viviente.

Dios lo dispuso todo en su Creación de dos en dos, así Eva, la madre de todo lo viviente, engendró a Caín y Abel; Caín es el símbolo de la generación profana, pues parece ser que fue engendrado en Eva por la serpiente, la cual actuaba por el espíritu de Samael (2); Abel es la vida pura que perece a manos de Caín, la vida impura, el hijo del sexo y no de la palabra del Señor.

Después, y como cuenta Moisés (Génesis, IV, 25): Adán conoció de nuevo a su mujer, la cual parió un hijo, y llamó su nombre Seth: porque Dios (dijo ella) me ha dado «otra simiente» en lugar de Abel a quien mató Caín. El Midrash Rabbá refiriéndose a la «otra semilla» explica su significación:

«Rabbí Tanhumá, en nombre de Rabbí Shamuel dijo: Ella consideró que esta semilla provenía de otro lugar, y ¿qué es?. Es el Rey Mesías»(3). Enós, hijo de Seth, fue -como dice el párrafo siguiente del Génesis que hemos citado- el primer hombre que invocó el nombre de Yahweh (Yod, he, vav, he), el nombre sagrado de los hebreos. El libro La Caverna de los Tesoros nos da la filiación genealógica de Cristo, sin interrupción desde Adán; éstas son las generaciones santas.

El libro nos cuenta que cuando murió Adán, el mundo estaba poblado por los descendientes de Caín, el asesino, que vivían en el valle, y por los descendientes de Seth, que vivían encima de la montaña donde estaba enterrado Adán y donde más tarde sería crucificado Cristo; Seth recibe la bendición de Adán, «Y fue -dice el libro- el guía de los hijos de su pueblo, y los condujo en pureza y santidad. Y por su pureza y santidad recibieron un nombre, que fue más honroso para ellos que todos los demás, por cuanto fueron llamados ‘hijos de Dios’, ellos y sus mujeres y sus hijos» (4)

Encontramos en los testamentos de los profetas otras muchas referencias al nacimiento del hombre de Dios por medio de la semilla santa que siempre está relacionada con su palabra; así es la simiente de Abraham -hombre amado de Dios- numerosa como las estrellas del cielo, puesto que, si no viene del secreto del nombre que da vida a los muertos (Romanos, IV, 17), ¿cómo hubieran podido engendrar un hombre muy viejo y una matriz muerta como la de Sara?. Es la misma semilla que fecunda a María en la visita del ángel Gabriel, sin perder la virginidad; Mahoma resume este misterio central de la manera siguiente (Corán, LXVI, 12): Y a María, hija de Imram, que conservó su virginidad y en la que infundimos Nuestro Espíritu. Tuvo por auténticas las palabras y Escrituras de su Señor y fue de las devotas.

Escribe M. de Molinos: «Para que el alma sea habitación del Rey celestial, es necesario que esté limpia, sin género de mancha» (5). Esta alma pura es la Virgen María que recibe la palabra de Dios y es principio de infinita multiplicación, en ella el cielo se fija sobre la tierra y la tierra se eleva hasta el cielo. «La semilla verdadera -escribe E. d´ Hooghvorst- en la tierra verdadera, este es todo el arte de la Alquimia» (6).

Esta unión es la misma que el reencuentro de las dos partes del Tetragrama, el nombre sagrado; en esta unión el mundo es creado, es el Fíat, la luz del primer día del Génesis, cuando la tierra caótica y vacía se une con el Espíritu de Dios. Siempre que se da esta unión es el origen del mundo, donde todo comienza, pues la semilla santa, cuyos frutos son mejor que el oro, que el oro puro (Proverbios, VIII, 19) no está en el tiempo ni en el espacio tal como nosotros lo podemos entender y nuestros sentidos percibir, está en la eternidad, la morada de Dios, por esto siempre está en lo anterior a la Creación; está escrito en Proverbios (VIII, 22): Yahweh me poseía en el principio de su camino, y en Pedro (I, 1-20): Ya ordenada antes de la fundación del mundo.

¡Cuán lejos está nuestro pensamiento más brillante de la profundidad de este misterio!, en él, todos nuestros esquemas se rompen y nuestras palabras se cortan y huyen, sólo la fe inquebrantable en el testimonio de «verdad y vida» puede acercar nuestro corazón al esplendor y gozo de la semilla santa. ¿Qué más podemos saber de este fruto, ser universal y todopoderoso que habita en el presente, en el pasado y en el futuro? En un poema de Rumi, el profeta Mahoma dice:

«Adán y todos los profetas son mis seguidores y se reúnen bajo mi estandarte. Aunque a la vista externa yo soy un hijo de Adán, en realidad soy su primer antepasado, pues los ángeles le alabaron por mí, y fue porque siguió mis huellas que él ascendió al cielo. Así en realidad nuestros primeros padres fueron mi descendencia, como en realidad el árbol nace de su propia fruta.» (7).

En el tercer día de la semana de Moisés, el día de Marte, el Nombre de Dios se convierte en la semilla santa, es el arquetipo que se repite en todas las generaciones que atraviesan la muerte; explica el Sefer ha-Zohar:

«El Santo, bendito sea, es llamado Fuerza, Grande, Potente y Temible, ya que estos nombres están inscritos en lo alto dentro del secreto del vehículo supremo, integrado dentro de las cuatro letras Yod, he, vav, he, que es el nombre que todo lo resume», el «vehículo supremo» es el Trono de Dios que conocemos por la visión de Ezequiel junto al río Kebar; las cuatro letras que corresponden a las cuatro Haiots que transportan el Carro que desciende sobre la tierra «colmado, tal como un árbol donde las ramas abundan por todos lados y que está lleno de frutos», es entonces cuando los cuatro nombres: inseminan su semilla en el mundo; son denominados desde entonces ‘plantas portadoras de simiente (Génesis, I, 11) (8).

El árbol produce el fruto en el Jardín del Edén que es el reino de Dios, su templo querido y viviente; «El pecado de Adán -escribe Pico de la Mirándola- fue la destrucción del reino por parte de las demás plantas» (9). Entonces, la semilla santa que da frutos continuamente queda oculta, enterrada, congelada, entre las demás plantas, plantas de Caín, zarzales enredados inextricablemente, por esto dicen los Cantares del Rey Salomón (II, 2-3): Como rosa entre las espinas, así es mi amiga entre las doncellas. Como el manzano entre los árboles del bosque, así es mi amado entre los mancebos.

En un ritual de Masonería los iniciados son coronados con una corona de rosas en nombre y gloria del Eterno, las rosas son el emblema de la primera materia, la matriz que engendra virginalmente, y el hecho de que las rosas tengan espinas «es el recuerdo perfecto -explica el ritual- de que la primera materia no se puede obtener sin penas y trabajos, depende de ti conservar esta corona y mantenerla en tu reino» (10).

Esto es, depende de nosotros, de la pureza de nuestros corazones, el poder ser hombres renacidos y convertidos en hijos de Dios. «Aunque es de noche» en este mundo, no podemos renunciar a la fe en la luz del mundo porvenir, en convertirnos en rosas preñadas de la Cruz, la semilla santa. Cuando en el corazón de cada uno, puede germinar esta semilla crece un árbol, como el carro de Ezequiel, y ya no es propio de cada individuo – la diversidad se convierte en unidad- sino que todos son el mismo hijo de Dios, como está escrito en el Corán: «Los fieles son, en realidad hermanos», «No hacemos ninguna distinción entre los apóstoles» y «Los sabios son una misma alma» (11). El corazón de los hombres rectos que creen en la palabra es el espejo de Dios -un espejo limpio- por esto nadie ha visto a Dios cara a cara.

Cuando atravesando el Infierno y el Purgatorio, Dante llega al último de los cielos canta la visión de la comunidad de los santos de esta manera:

«En forma de una cándida rosa se me mostró la milicia santa, que con su sangre Cristo la hizo esposa» (12).

Cuando de entre las espinas florece la rosa, comprendemos que Dios ha hecho lo uno como lo otro (Eclesiastés, VIII, 14), lo bueno como lo malo, y que todo al fin volverá a su Unidad; así lo explica el Cosmopolita: «Las tinieblas sólo sirven para volver las excelencias de la luz más aparentes y más bellas, así su malicia negra (la de los diablos) no sirve más que para exaltar la bondad y la luz del Todopoderoso, que les ha hecho cooperar incluso en su condenación, a pesar de ellos, a glorificar la Justicia y la Gloria de su poder infinito, por su vana e infructuosa resistencia» (13).

Por el conocimiento y el estudio de los textos verdaderos podemos discernir, separar el bien del mal, el trigo de la cizaña, pero es por el amor de Dios que Su semilla puede germinar, florecer y multiplicarse dentro de nosotros. Este amor es Su bendición que baja del cielo en forma de lluvia o de rocío, sin ella no puede florecer en nosotros el Reino de Dios. Escribir es -por lo menos para nosotros- pedir esta agua bautismal para que limpie nuestro corazón manchado y que por su amor y gracia podamos atravesar la noche y renacer en el Nombre de Dios. San Juan de la Cruz parafraseando una plegaria cristiana escribe:

«Regad, nubes, de lo alto

que la tierra lo pedía,

y ábrase ya la tierra

que espinas no producía,

y produzca aquella flor

con que ella florecía» (14)

Con las siguientes palabras del Sefer ha-Bahir podemos resumir el contenido de este pequeño ensayo:

«¿Y qué es este árbol que mencionas?

El maestro respondió: todas las potencias del Santo, bendito sea, están superpuestas y configuran un árbol; y así como el árbol produce sus frutos gracias al agua de igual modo el Santo, bendito sea, hace crecer las fuerzas del árbol.

¿Y cual es el agua del Santo, bendito sea?.

La Hojmah (Sabiduría), en tanto que las almas de los justos surgen de esa fuente para llegar al gran canal que asciende y anima todo el árbol.

Y ese árbol, ¿gracias a qué florece?

Gracias a Israel. Si el (pueblo) se muestra justo y bueno, la Shejinah, la Presencia Divina, permanece en su seno, se transparenta en sus actos, que el Creador fertiliza y multiplica» (15).

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(1) La palabra hebrea «ser santo» (kadosh) significa salir de lo ordinario, de lo común. La semilla santa es, pues, aquella que está «separada» del mundo profano y que pertenece al Otro-mundo, el mundo de Dios.

(2) Cfr. Sefer ha-ZoharBereshit II, fol. 37a. Traducción francesa de Ed. Verdier, 1981, pag. 204.

(3) Midrash Rabbá, Cap. 23, # 5, sobre Génesis, IV, 25.

(4) La Caverna de los Tesoros, Ed. Obelisco, Barcelona, 1984, pag.43

(5) Guía Espiritual, Ed. Nacional, Madrid, 1977, pag. 110.

(6) Ensayo sobre el Arte de la Alquimia, Ed. 7 y medio, Barcelona, 1980, pag. 38.

(7) El Masnavi, Visión Libros, Barcelona, 1984, pag. 210.

(8) Sefer ha-ZoharBereshit I, fol 19a, Ed. Verdier, pag. 111.

(9) Conclusiones Mágicas y Cabalísticas (47-4), Ed. Obelisco, Barcelona, 1982, pag. 51.

(10) Ritual de la Maçonnerie Egyptienne, Ed. Cahiers Astrologiques, Nice, 1948, pag. 136.

(11) Citados por Rumi, Op. cit. pag.208.Corresponden a: 49-10, 31-27, y 2-285.

(12) Paraíso, XXXI, 1-3.

(13) Carta Filosófica. Traducción castellana en Cuatro Tratados de Alquimia. Visión Libros, Barcelona, 1979, pag. 39.

(14) «Romances sobre el Evangelio», In Principio erat Verbum. Romance 4.

(15) Sefer ha-Bahir, # 119. Traducción castellana en Ed. Obelisco, Barcelona, 1985, pag. 99-100.