FRAGMENTOS DEL CAPÍTULO SEGUNDO
CÓMO SE HA DE ENTENDER QUE EL HOMBRE ESTÁ COMPUESTO DE UN CUERPO MORTAL Y DE UN CUERPO INMORTAL
I. EL CUERPO DE RESURRECCIÓN
[…] ¿En qué podría serle útil una perla a un puerco? El hombre que no se conoce es un cerdo. Por esta razón, Cristo dijo: «No arrojéis las perlas a los puercos no sea que las pisoteen», (1) como si dijera: Vosotros, apóstoles, no prediquéis mi Evangelio a estos hombres que viven como puercos, pues lo pisotean.
Quería evitar que el hombre se convirtiera en cerdo. Efectivamente, nadie nace cerdo, es también lo que afirma Cristo: «Los niños son míos, dejad que vengan a mí». (2) Y en otro lugar afirma lo siguiente:
« Y al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar.» (3)
Es pues evidente que los hombres pueden convertirse en cerdos, y así convertidos no pueden recibir nada de él, puesto que han sido objeto de su maldición, cuando dijo: «No sea que se conviertan y sean salvados».4 Así es el odio ardiente de Dios hacia quienes, despojándose de lo humano, se vuelven cerdos o lo que se les asemeja: zorros, víboras, dragones y basiliscos.
Para que el hombre se conozca con más exactitud, es pues preciso explicar más ampliamente lo que es.
Efectivamente, el espíritu que Dios ha unido con la carne, lo ha creado en alma una. Para su protección, le da calor y lo mantiene de distintas maneras, haciendo mucho por él, a fin de que el hombre, cuya vida es breve, pueda, en esta brevedad, regresar a Aquél del que procede, por supuesto en el día de la resurrección. Además, después de la muerte, el hombre ha de permanecer en la carne y la sangre y resucitar al último día para entrar en el reino de Dios en tanto que hombre, con la carne y la sangre, y no en espíritu.
[…] Sin embargo […] la carne y la sangre recibidos de Adán no entrarán en el reino de Dios. «Nada sube al cielo que no haya descendido del cielo». (5) La carne adánica es terrestre: por tanto no entra en el cielo, sino que se convierte de nuevo en tierra, ya que es mortal y está sometida a la muerte. Nada de lo que es mortal alcanza el cielo. Por eso, tampoco la carne terrestre puede penetrar en el cielo, puesto que no es de ninguna utilidad y no conduce a nada. Lo que no sirve para nada no entra pues en el cielo, puesto que está lleno de horror, de crimen y de lujuria. No hay fuego que pueda purgarlo de sus heces y capacitarlo para asir el cielo. No da acceso al fuego ni a la glorificación, sino que ha de ser completamente separado del hombre, es decir del alma, lo que se consigue con la muerte que separa al hombre de la carne. La carne nacida de la semilla de Adán es totalmente mortal e inútil.
Pero el hombre sin ser carne y sangre, no puede entrar en el cielo como un hombre. Efectivamente, gracias a la carne y a la sangre, el hombre difiere de los ángeles, de lo contrario serían de la misma esencia. En este sentido, el hombre posee más que los ángeles por estar provisto de carne y sangre: para él, el hijo de Dios nació, murió y fue clavado en la cruz, a fin de rescatarlo y capacitarlo para el reino celeste.
Cristo no ha sufrido ninguna de estas cosas para los ángeles que fueron rechazados del cielo, sino únicamente para los hombres. ¡Cuánto más ha amado Dios al hombre que a los mismos ángeles!
Como que Dios ha perseguido al hombre con tanto amor, y que la carne mortal lo ha, no obstante, excluido del reino de los cielos, por este motivo, Dios le ha dado otra carne y otra sangre, a fin de que en un mismo cuerpo sea carne y sangre. Esta carne está constituida por el hijo, y es la criatura del hijo la que penetra en el cielo, no la del padre en relación a la carne y la sangre. La carne mortal, como Adán y sus descendientes, viene del padre y regresa allí de donde ha sido sacada. Si Adán no hubiera pecado, su carne habría permanecido inmortal en el paraíso. Pero ahora, por su pecado, ha sido expuesta a la muerte. Por piedad ante esta condición, Cristo ha dado al hombre un cuerpo nuevo. La carne de Adán no le era de ninguna utilidad, puesto que era mortal. Es el espíritu el que vivifica, es decir que la carne viva procede del espíritu. En él no hay muerte, sino vida. Esta carne es pues la que el hombre necesita para ser un hombre nuevo; con esta carne y esta sangre, resucitará el último día y poseerá el reino de los cielos en unidad con Cristo.
Si la carne mortal ha de ser abandonada y sólo la carne vivificante (6) es la que resucitará y entrará en el reino de los cielos, tenemos mucho que decir sobre esta nueva criatura o creación. Si debemos conocer completamente lo que somos, también debemos explicar la nueva generación, a fin de que sea completa y seriamente explorada la cuestión de saber quién es el hombre en todas las cosas, de qué proviene y qué es. Todo esto será claramente expuesto, a fin de que se comprenda bien quién es el hombre, qué es y qué puede llegar a ser.
Lo hemos dicho en el párrafo anterior: hay un espíritu de donde proviene y nace la carne viva. Hemos de explicar pues claramente esta carne y el cómo de su nacimiento, pues tenemos una carne y una sangre espirituales que proceden del espíritu que vivifica.
La carne de Adán no sirve para nada. (7) Es así desde el principio: el nuevo alumbramiento nace de la virgen y no de la mujer. Por consiguiente, esta virgen de quien ha salido la nueva generación, ha sido hija de Abraham según la promesa, y no de Adán, es decir, que ha nacido de Abraham sin semilla viril, en la virtud de la promesa, sin ninguna naturaleza mortal. (8)
Cristo nació de esta virgen que no es de Adán ni de su semilla, nació sólo de la carne de la virgen, y fue concebido por el Espíritu Santo encarnado por la carne santa, no según el orden de la carne mortal, sino según la nueva generación procedente del Espíritu Santo.
La carne de Adán ha de ser considerada como el vino contenido en un frasco: es retirado de él, pues no nace del frasco. Es cierto, en este sentido, que lo que se encarna por el espíritu es del cielo y regresa al cielo. Lo que no se encarna por el espíritu no llega al cielo. Sólo Cristo nació de una virgen y fue hecho hombre sin la semilla viril de Adán; encarnado en la virgen fue hecho hombre por el Espíritu Santo. Asimismo, nosotros, hombres que aspiramos al reino de los cielos, debemos despojarnos de la carne mortal y de la sangre, debemos nacer por segunda vez de la virgen y de la fe; ciertamente, debemos ser encarnados por el Espíritu Santo. Así es como estaremos capacitados para el reino de los cielos.
El hombre debe pues ser carne y sangre para la eternidad. Por este motivo, la carne es doble: la adánica que no sirve para nada, y el espíritu del santo que hace la carne viva: efectivamente, éste se encarna de arriba y dicha encarnación es la causa de su retorno al cielo a través nuestro.
El bautismo ocupa, pues, el lugar de la virgen, por él encarnamos al Espíritu Santo, me refiero a aquel Espíritu Santo que apareció sobre Cristo cuando Juan Bautista lo bautizaba. Éste estará también presente para nosotros y nos encarnará en la generación en la que ya no existe la muerte, sino la vida. Si no nacemos en esta generación, seremos hijos, no de la vida, sino de la muerte.
Así pues, en esta carne recibida del espíritu, y no en la carne mortal, contemplaremos a Cristo, nuestro redentor. (9) Resucitaremos en la carne viva y penetraremos en el reino de Dios. Quien no ha sido bautizado, quien no ha sido encarnado por el Espíritu Santo, está expuesto a la condena. Por tanto, debemos ser bautizados, porque sin bautismo no tendremos la carne y la sangre eternas. Incluso un hijo de Dios, si creciera y alcanzara la edad justa y el espíritu que conviene a su edad, no poseería este cuerpo sin el bautismo.
El bautismo es pues la primera cosa necesaria, por lo que Cristo mismo dijo: «El que no naciera otra vez […]». (10) Esta sentencia nos recomienda imitar a Cristo; todo está incluido en estas palabras dichas por Cristo, sobre el bautismo y lo demás. Es la conclusión de todas las enseñanzas sobre el bautismo.
Todo cristiano ha de empezar, pues, por el bautismo del que nace la carne cristiana, y esto a causa de la encarnación llevada a cabo en el bautismo por el Espíritu Santo que confiere el cuerpo de la resurrección. La fe repugna a los que no son de sangre cristiana; éstos deben, ante todo, ser conducidos a la fe y convertirse. Una vez que la fe ha sido concebida, deben seguidamente ser bautizados, pero no en esta fe que todavía permanece en exilio. (11)
Como ya se ha entendido, el hombre debe nacer por segunda vez de la virgen, por el agua y el espíritu, y no de la mujer. Efectivamente, el espíritu vivifica esta carne en la cual no hay muerte, ni siquiera posibilidad de muerte. En cuanto a esta carne en la que está la muerte, no es de ninguna utilidad, no confiere nada al hombre para la salvación eterna. Por este motivo, el hombre vuelve a nacer y recibe otra carne del espíritu que es eterno, y dicha carne circulará en el reino de Dios como lo hace sobre la tierra la carne mortal; la virtud de esta misma carne lo hará también distinto y más excelente que la progenie de Adán. De los hombres de esta especie nacen los astrónomos celestes con capacidad de hablar y discurrir sobre Dios.
El cuerpo mortal no sabe nada, sólo el cuerpo eterno sabe. Tiene el conocimiento de Dios, su señor; es teólogo, profeta, apóstol. En este cuerpo se encuentran los mártires, en él están los santos de Dios: vale decir que están en la nueva generación y no en la antigua. La nueva generación vivifica, en la antigua todos mueren […].
1. Mateo VII, 6.
2. Lucas XVIII, 16.
3. Mateo XVIII, 6.
4. Marcos IV, 11 y 12.
5. Juan III, 13.
6. Véase I Corintios XV, 45.
7. Véase Juan VI, 63.
8. Alusión a la Inmaculada Concepción.
9. Job XIX, 26.
10. Juan III, 3.
11. […] non ea vel dum exulante […].