DE AGRIPPA DE NETTESHEIM
Selección y traducción, Carlos del Tilo
Capítulo 98: «De la Teología interpretativa»
La Teología debe ser interpretada
Los teólogos intérpretes piensan que, así como por la liberalidad de la naturaleza, las uvas, olivas, trigo, lino y demás frutos crecen y maduran y luego por medio de la industria y la ayuda humana son hechos y formados vino, aceite, pan, tela y demás obras de la naturaleza que llegan a la perfección por el artificio del hombre, asimismo los oráculos y los preceptos divinos -que son muy oscuros y ocultos- deben ser explicados mediante nuestras interpretaciones. Sin embargo, éstas no deben hacerse según nuestras facultades e invenciones -de las cuales no necesitan las profecías ni las sentencias divinas, ni tampoco las obras de la naturaleza-, sino según el Espíritu Santo, del que proceden las mismas Escrituras, el cual distribuye sus dones a todos según le place y a quien quiere, haciendo que unos sean profetas y otros intérpretes de los profetas.
La interpretación nos abre la puerta de la instrucción
Por tanto, esta Teología que interpreta la palabra de Dios no procede al modo de los peripatéticos, con definiciones, divisiones o composiciones, ya que ninguna de estas vías llega a Dios, el cual no se puede definir, dividir ni componer; dicha Teología sigue un camino medio entre aquellos y la visión profética: consiste en igualar y proporcionar la verdad a nuestro entendimiento purgado y purificado, tal como hace la llave con la cerradura, ya que al estar el intelecto deseoso de toda la verdad, está capacitado para toda cosa inteligible y, por eso, se llama intelecto posible. Y aunque por él no podamos comprender con visión clara lo que los profetas y los que tuvieron visiones divinas nos han presentado, sin embargo la puerta nos es abierta para ser instruidos por medio de la conformidad que la verdad percibida tiene con nuestro entendimiento, y por medio del rayo de luz que nos alumbra mucho más claramente desde dentro, a través de esa apertura, y no por medio de demostraciones aparentes, de definiciones, divisiones y composiciones de los filósofos. Así, se nos concede la facultad de leer y oír, no con los ojos y oídos exteriores, sino de comprender con mejor sentido y chupar la verdad que brota de las médulas de la santa Escritura sin velo y a cara descubierta, dejando, al mismo tiempo, las claras visiones y las manifestaciones proféticas bajo una cobertura que vuelve a tapar la punta del espíritu y del conocimiento de los sabios y filósofos de este mundo, ocultándoles esa verdad que nosotros aprehendemos con un juicio tan seguro, que no subsiste en él ninguna dificultad.
Los cuatro sentidos de la Escritura
De igual manera que la verdad contenida en las Santas Escrituras se derrama en varias personas y tienen varias direcciones ocultas, asimismo los santos y los personajes espirituales han procedido a su interpretación por varias y diversas vías. Así pues, algunos, siguiendo la corteza de la letra, disertando dulcemente sobre ella, han observado el acuerdo y concordancia de las Escrituras, y confrontando letra por letra y fragmento por fragmento han intentado sacar de ello la verdad por los sentidos que en ellas han podido descubrir, observando el orden, las etimologías, propiedades y fuerzas de las palabras; por eso este modo de exposición se llama literal.
Otros, refiriendo todo lo que ha sido escrito al alma y a las obras de Justicia, han dado nombre al modo de interpretación llamado moral.
Otros explican la interpretación de los misterios ocultos de la Iglesia bajo varias figuras, coberturas y desvíos; por lo tanto, se llama Tropológico o alegórico su sentido y exposición.
Y otros, elevados del todo en la contemplación de la vida celeste, relacionan todo lo que está escrito con la gloria inmortal y sus secretos. Por tanto, sus interpretaciones se llaman anagógicas, es decir, altas y llenas de profunda doctrina. Tales son los cuatro modos de interpretación más utilizados en la Iglesia por los Teólogos.
Otras dos clases de interpretación
Existen, además, otras dos clases de interpretación: una se refiere a las vueltas y revoluciones de los tiempos, cambios de estados y reinos, así como a las restauraciones de los siglos; por eso es llamada típica, en la cual han sido excelentes Cirilo, Metodio y el abad Joaquín, y otros más próximos a nuestro siglo, como Jerónimo Savonarola de Ferrara.
La otra busca en las Santas Escrituras la fuerza y virtud de este universo visible y sensible, de toda la naturaleza y la fábrica de este mundo, por lo cual se llama exposición física o natural, tratada de modo excelente por Rabí Simeón Ben Joaquín, el cual escribió sobre el Levítico un volumen muy extenso, donde discutiendo de la naturaleza de casi todas las cosas, enseña -según la concordancia y buena relación del mundo triple y de la naturaleza de las cosas- cómo Moisés ordenó el arca, el tabernáculo, los vasos, vestidos, sacrificios, ceremonias y demás misterios, para apaciguar y para que Dios y las virtudes celestes se nos tornen favorables, y para purificar a su imagen, o sea, al hombre.
Varios cabalistas siguen esta exposición; por ejemplo, los que han escrito sobre el Bereshit, es decir, de las cosas creadas. En cambio, los que hablan de la Mercabá, o sea, del tribunal de la Majestad de Dios, lo hacen con números, figuras, revoluciones y razones figurativas y cubiertas, reduciéndolo todo al ejemplan primero; éstos, pues, utilizan la manera y el sentido anagógico.
Los intérpretes en la Iglesia 1
He aquí el total de las seis renombradas maneras de interpretan y extraer el sentido de la Escritura santa. Todos sus autores, expositores e intérpretes son llamados con el nombre común de Teólogos; tales han sido en nuestra Iglesia Dionisio, Orígenes, Policarpo, Eusebio, Tertuliano, Ireneo, Naziazeno, Crisóstomo, Atanasio, Basilio, Damasceno, Lactancio, Cipriano, Jerónimo, Agustino, Ambrosio, Gregorio, Rufino, León, Casiano, Bernardo, Anselmo y otros santos padres que produjeron los siglos antiguos, y después de ellos algunos más, como Tomás, Alberto, Buenaventura, Giles, Enrique de Gante, Gersón y otros, aunque bastante inferiores a los primeros.
La Teología interpretativa es una ciencia separada de la Escritura, por lo tanto, a veces puede errar
Pero dado que todos esos Teólogos intérpretes son hombres, les ocurre lo mismo que a los hombres, esto es, que yerran en algunos pasajes y en otros se contradicen a ellos mismos; escriben cosas diversas y contrarias y en varios pasajes se engañan, ya que todos no han podido ver todas las cosas. Sólo el Espíritu Santo tiene entero conocimiento de las cosas divinas y reparte sus gracias a cada uno según cierta medida, reservando algunos secretos a fin de mantenernos en su disciplina.
Todos nosotros, dice San Pablo, no conocemos sino en parte y profetizamos en parte. Por lo tanto, esta Teología interpretativa se sitúa en la libertad del espíritu, y es una ciencia separada de la Escritura, por la cual a cada uno se otorga destreza y abundancia según su juicio, por las varias maneras de exposición que hemos mencionado anteriormente, las cuales San Pablo incluye bajo el término de misterios o palabras de misterios, cuando dice que el espíritu habla de los misterios. Por esa razón Dionisio llama a esta Teología significativa y mística, sobre la que han escrito tantos volúmenes los citados santos doctores, aunque con algunos errores. No os fijéis tanto, pues, en su santidad y autoridad, ya que quedaríais decepcionados creyendo en ellos del todo, dado que varios han perseverado en muchas opiniones erróneas según la fe, que luego han sido reprobadas como herejías por la Iglesia. Esto es un hecho evidente respecto a Papias, obispo de Hierópolis, a Víctor, obispo de Poitiers, Ireneo, obispo de Lyon, san Cipriano, Orígenes, Tertuliano y varios más que, sin duda, han errado en la fe y cuyas opiniones han sido condenadas como heréticas, a pesar de que estén considerados como santos. es~
Sólo la luz de la Palabra de Dios permite discernir los errores
Así pues, en este asunto es necesario estar acompañado de un espíritu más alto y elevado para juzgar y discernir, que no proceda de la carne y de la sangre, sino que sea concedido desde arriba por el padre de las luces, ya que si Dios no ilumina en las cosas que son suyas, nadie puede hablar pertinentemente de ellas. Ahora bien, esta luz es la palabra de Dios, por medio de la cual han sido hechas todas las cosas, iluminando a todo hombre que viene al mundo y dando el poder de ser hechos hijos de Dios a todos aquellos que le reciben y creen el él. Y no hay nadie que pueda contar las cosas que son de Dios sino la misma palabra de Dios. Además, ¿quién ha conocido la intención del Señor?, o ¿quién ha sido su consejero, sino el hijo, la palabra, digo, de Dios el Padre? Hablaremos de ella seguidamente, después de tratar de la Teología Profética.
De la Teología Profética (Capítulo 99)
¿Qué es la Teología Profética?
Si la profecía es la palabra de los profetas, la Teología no es otra cosa que las tradiciones de los Teólogos, es decir, de aquellos que hablan con Dios. Eso no quiere decir que aquel que sabe recitar alguna profecía e incluso interpretarla sea uno entre los profetas, pero el que está provisto de ciencia religiosa en las cosas divinas, de virtud y vida santa, aquel que habla con Dios y piensa en su ley día y noche, éste es profeta y teólogo; por esos dones y gracias es como san Juan, que escribió el Apocalipsis, es llamado Teólogo por Dionisio, a causa de su coloquio con Dios. A éstos les dice la verdad: «Quien os oye, también me oye, y quien os desprecia, me desprecia». Eso no se dirige a nuestros maestros, a nuestros polemistas sofistas, a esos revendedores de indulgencias y perdones, sino a los verdaderos Teólogos, a los Apóstoles, a los Evangelistas, anunciadores de la palabra de Dios; son ellos quienes nos dicen: «No me atrevo a proferir ninguna palabra que no me sea concedida por Jesucristo». Así, se llama realmente Teología a las santas tradiciones de la fe y la piedad que proceden de esta clase de Teólogos, y se da crédito a sus escritos y palabras porque están fundados no en polémicas de silogismos u opiniones humanas, sino, como dice san Pablo, en sana doctrina divinamente inspirada, adquirida no por definiciones, divisiones, composiciones o especulaciones, sino por el efectivo contacto de la divinidad, por una clara visión, comprendida mediante la luz divina.
La visión profética y sus varias formas
Encontramos en las Santas Escrituras varias índoles de esas visiones, según las distintas disposiciones de los profetas para recibirlas. Podemos leer que algunos de entre ellos han visto a Dios o a sus ángeles bajo forma humana, otros en forma de fuego, otros como aire o viento, otros como un río; a otros apareció como ave o bajo la forma de piedras preciosas o metales. Algunos lo vieron como letras o caracteres, o como la mano de un escriba; algunos lo han oído como el sonido de una voz, a otros se les ha manifestado en sueños. Otros lo han sentido como un espíritu habitando dentro de ellos, otros como una virtud oculta en su entendimiento. Por esa razón las Santas Escrituras llaman videntes a todos los profetas, como lo leemos en la visión de Isaías, en la de Jeremías, Ezequiel y así respecto a los demás.
La muerte espiritual
Dice san Juan en el Nuevo Testamento: «He estado en este día del Señor, donde, elevado, he visto el Trono de Dios». Y san Pablo dice que ha visto cosas que al hombre no le es permitido decir. Esta mirada o visión es llamada por algunos arrobamiento, éxtasis o muerte espiritual, ya que en tal estado se produce cierta separación del alma del cuerpo, pero no del cuerpo del alma. Sobre esta muerte se ha dicho: El hombre no puede ver a Dios y vivir; y en otro lugar: La muerte de los santos es preciosa ante la faz del Señor; y aún de modo más claro está expresado por el Apóstol cuando dice «Estáis muertos y vuestra vida es oculta con Cristo en Dios». Es necesario, pues, que aquel que quiera penetrar en los secretos de la Teología profética, muera de esta muerte.
Dos clases de visiones: La visión meridional
Las visiones son de dos clases: una por la cual se ve a Dios como al descubierto, cara a cara; en este caso los profetas ven a la manera de san Pablo, cuando dice: «cosas que al hombre no le es permitido decir, o sea, que no pueden ser expresadas por ninguna lengua, manifestadas ni escritas por ninguna pluma», ya que se trata de cierta manera de acercarse, de un contacto de la divina esencia, o la misma unión con ella y un alumbramiento puro y separado de todas las cosas, sin ninguna cobertura de imagen, figura ni similitud.
A causa de su claridad total, esta forma de visión es interpretada por los Teólogos como meridional. De este tema trataron extensamente san Agustín, en su obra sobre el Génesis y Orígenes, en Contra Celso.
Dos clases de visiones: La visión de Dios a través de sus criaturas
La otra clase de visión es, como dice la Escritura, cuando se ven las partes posteriores de Dios; es cuando se ve claramente lo que concierne a las criaturas -que son las partes posteriores de Dios- y sus efectos, por el conocimiento de las cuales se alcanza al Creador, que las ha hecho, y a la causa primera actuando, tal como dice el Sabio: «Ya que por la grandeza de su belleza puede ser conocido el Creador». Y de este dice san Pablo: «Las cosas invisibles de Dios pueden ser conocidas por las que están hechas y comprendidas». Y entre los filósofos peripatéticos se dice comúnmente que quienes argumentan desde los efectos a las causas, argumentan por lo posterior.
Ahora bien, Moisés disfrutaba de una y otra de esas visiones, según el testimonio de las Santas Escrituras. De la primera leemos que Moisés vio al Señor cara a cara; de la segunda, cuando Dios le dijo: «Verás mis partes posteriores», y según esta última visión, Moisés ordenó la ley, instituyó los sacrificios y ceremonias, edificó el Arca y estableció los demás misterios según el ejemplar realizado del universo, y en ellos incluyó todos los secretos de las obras de Dios y de la naturaleza.
Visión de la mañana, de la tarde y nocturna za
Esta última clase de visión se considera además de dos maneras: cuando se contempla las criaturas en Dios se llama visión de la mañana; cuando se comprende a Dios en sus criaturas, se dice visión de la tarde. También existe otra clase de visión que se presenta en sueños, tal como leemos en san Mateo, cuando el ángel del Señor se aparece a José en un sueño, y también en el pasaje en que los reyes magos, después de adorar a Jesucristo, son avisados en un sueño para que vuelvan a su país por otro camino. En el Antiguo Testamento encontramos varios ejemplos de esas visiones en sueños; Job enseña cuál es esta visión cuando dice: «En el horror de las visiones nocturnas, cuando cae el sueño sobre los hombres y duermen sobre su lecho, entonces él abre sus oídos y les enseña por disciplina». A esta cuarta clase de visión se la llama visión nocturna.
Dos modos de profecía
Existen además dos modos de profecía: una que se recibe de viva voz, en la que han sido enseñados e ilustrados Moisés en el monte Sinaí, Abraham, Jacob, Samuel y otros profetas del Antiguo Testamento; en el Nuevo, los apóstoles y discípulos de nuestro señor Jesucristo, todos adoctrinados por él con palabras explícitas.
La otra forma de profecía se hace por movimiento y agitación del espíritu, o sea, cuando el alma, asida por la divinidad y unida a ella, separada de la carne y parte animal del hombre, está llena de ciencia y conocimiento más allá y por encima de todo entendimiento, fuerza y facultad humanos. Esta toma se hace no sólo por el espíritu angélico, sino también alguna vez por el espíritu del Señor, tal como se lee a propósito de Saúl, del cual salió el espíritu del Señor y profetizó, se volvió otro hombre y se le consideró como uno entre los profetas. Y en los Hechos de los Apóstoles se dice que el Santo Espíritu salió como llamas de fuego en los que habían sido bautizados.
La profecía entre los gentiles
Algunas veces ocurre que este espíritu también toma a los que son hombres pecadores, como leemos respecto a varios profetas entre los gentiles, tales como Casandra, Heleno, Calchas, Amfiarae, Tiresias, Mopsus, Amfitochus, Polibio, Crintio, Calano indio, Sócrates, Diotimo, Anaximandro, Epimenes cretense; lo mismo puede decirse de los Magos de Persia, los Brahamanes de Asia, los Gimnosofistas de Etiopía, los profetas de Menfis, los druidas galos y las Sibilas, que fueron excelentes y famosas por sus espíritus proféticos.
Para esta toma del espíritu, a veces sirven algunas ceremonias previas, como el oficio, cargo o autoridad por parte del que los ostenta, o bien la manipulación y comunicación de las cosas santas. Leemos respecto a Balaam un ejemplo que nos da la Escritura, como también lo da a propósito de la colocación del Efod o vestido sacerdotal; también lo testifica el Evangelista en relación a Caifás, que era pontífice o soberado sacrificador aquel año. Por consiguiente, los Mecubales [Cabalistas] hebraicos han pretendido haber inventado un arte de profetizar. Paso por alto lo que dicen los Teólogos hebreos de este tema, sobre los treinta y dos senderos de la inteligencia por alta y profunda contemplación, lo que trató san Agustín sobre la gracia, y Alberto sobre la recepción de las formas, donde se explican siete maneras de realización mediante sueños, así como de apariciones en los que velan.
Manifestación interior
Respecto a ello sólo ponemos en evidencia la siguiente consideración: que los espíritus divinos no aparecen siempre exteriormente a los profetas para que los vean, ni para hablar con ellos, sino que frecuentemente son como causas interiores que les impulsan a profetizar, o sea, cuando el entendimiento del profeta concibe la luz divina, cuya claridad, iluminando a través de cada medio llega hasta este cuerpo grosero e incluso les hace participar a los sentidos de su felicidad, de modo que, habiendo tomado el intelecto, la luz divina pasa a la razón, de la razón a la imaginación y a continuación penetra todas las partes del alma hasta los instrumentos sensuales exteriores de modo oculto y secreto, lo mismo que una voz, una luz o una palabra, teniendo cada una, respectivamente, la facultad de conmover el sentido que le es propio. De este modo ocurrió a varios profetas, algunos velando y otros en sueños. Así pues, esto es lo que dicen los escritos de Platón y de Proclo respecto a Sócrates, que estaba inspirado no sólo por un espíritu inteligible, sino también por una voz y por conversación; sin embargo, esto se produce más fácilmente en sueños. Pero volvamos a nuestro discurso, ya que se ha hablado lo suficiente de estas cosas.
Autoridades de la Teología profética
La Teología profética, pues, es la que enseña visiblemente y por inspiración la palabra de Dios firme, ya que no puede ser quebrantada. Sus argumentos y su autoridad, que corroboran su verdad, no son razones ni opiniones humanas, ni costumbres antiguas o usos, ni los discursos imaginarios de los sabios, ni los magníficos decretos de las Sectas, ni los silogismos, las inducciones u otras maneras de argumentos, obligaciones o consecuencias indisolubles, sino que la palabra de Dios son oráculos divinos que concuerdan unos con otros, recibidos en la Iglesia universal por común opinión y firme consentimiento, cuya palabra es testimoniada y demostrada por milagros y prodigios, por santidad de vida, por trabajos y peligros, e incluso por la efusión de la misma sangre.
Doctores de la misma en el Antiguo Testamento y en el Nuevo, aunque algunos, por ser hombres, incurrieron en falta
Moisés, Job, David, Salomón y demás profetas y autores de los libros canónicos del Antiguo Testamento son los doctores de esta profética Teología que aprobamos. En cuanto al Nuevo, reconocemos los Apóstoles y los Evangelistas, los cuales, a pesar de estar llenos del Espíritu Santo, han sido todos hombres, y ocurre que, en algunos pasajes han abandonado la verdad y de cierto modo han caído en la mentira, aunque no conscientemente ni con malicia, ya que quien lo afirmara, apoyaría un error peor que el de Arrio y más peligroso que el de Sabelio, y tendería a derrumbar toda la autoridad de la Santa Escritura canónica. Sin embargo, san Jerónimo, el santo y grande personaje, en el pasado cayó en esta enorme falta, disputando contra san Agustín respecto a la reprensión de san Pedro, ya que san Jerónimo dijo que san Pablo había mentido a sabiendas, a lo que contestó san Agustín que si eso se admitiera y tal mentira fuera admitida por la Santa Escritura, se arruinaría al instante toda su autoridad y certeza. Finalmente, después de intercambiar escritos contradictorios, san Jerónimo cedió frente a las amonestaciones de san Agustín y reconoció su culpa.
Así pues, lo que digo referente a los que han escrito las Santas Escrituras y que cayeron algunas veces en la mentira según cierto punto de vista, eso debe ser entendido de que no erraron a sabiendas, sino que tropezaron humanamente o se quedaron cortos, habiéndose cambiado el juicio de Dios.
Así ocurrió a Moisés, que incurrió en falta en lo que había prometido a los hijos de Israel: sacarlos de la tierra de Egipto e introducirlos en la tierra prometida. Por cieno, los sacó de Egipto, pero no les condujo a esa tierra prometida. Jonás incurrió en falta, ya que había anunciado a los de Nínive su destrucción en un termino de cuarenta días, la cual fue aplazada. Helías [sic] incurrió en falta al predecir las desgracias que debían ocurrir en los días de Achab, las cuales fueron retrasadas hasta la muerte de éste. Igualmente, Isaías se quedó corto al predecir a Ezequías su muerte al día siguiente, pues sus días fueron prolongados en quince años.
Otros profetas también incurrieron en falta y ocurrió a menudo que sus predicciones fueron anuladas o suspendidas.
Lo mismo ocurrió con los Apóstoles y los Evangelistas: Pedro falló, por lo cual fue reprendido por san Pablo; Mateo falló al escribir que Jesucristo todavía no estaba muerto cuando se le abrió el costado por un golpe de lanza. Pero este fallo no debe ser atribuido al Santo Espíritu, sino al profeta, que no ha sabido percibir bien lo que le sugería el Espíritu de Dios o le enseñaba la visión, o por algún cambio en las cosas sobre las que profetizaba, pues podría ser que se hubiera cambiado o aplazado el juicio de Dios.
Todo hombre es mentiroso, excepto Jesucristo
Por lo tanto, parece que todos los profetas y los que han escrito se muestran mentirosos en alguna cosa, a fin de verificar lo que está escrito; o sea, que todo hombre es mentiroso, sólo nuestro Señor Jesucristo no lo es, ya que es hombre y Dios a la vez y nunca mintió ni mentirá, y sus palabras no serán cambiadas ni fallarán, sino que se mantendrán firmes y estables para siempre, según se ha dicho: «El Cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Y puesto que toda verdad procede del Santo Espíritu, sólo Jesucristo posee ciertamente ese espíritu, sin que pueda ser separado ni abandonado por él, pues descansa en él.
No es así en cuanto a los demás, ya que el Espíritu de Dios vino sobre Moisés, pero se retiró cuando golpeó la piedra; se derramó sobre Aarón, pero le dejó cuando forjó el becerro. Vino sobre María, su hermana, pero se retiró cuando murmuró; vino sobre Saúl, David, Salomón, Isaías y los demás, pero no descansó en ellos. Los profetas no son continuamente profetas ni videntes, ni predicen siempre, puesto que la profecía no es un hábito perpetuo, sino un don, una afección, un espíritu pasajero, ya que no hay nadie que no sea pecador; por eso todos han sido abandonados un cierto tiempo por el espíritu, excepto Jesucristo, único hijo de Dios, del que habló san Juan diciendo: «Aquel sobre el cual veréis bajar el espíritu y pararse en él, ése es el Hijo de Dios, el que bautiza con el Espíritu Santo y tiene el poder de distribuirlo a los demás». Por lo tanto, dice Simónides que el único Dios posee este honor de ser metafísico y sobrenatural y, por la misma razón, podemos decir que Jesucristo tiene el honor de ser el único Teólogo.
El Evangelio procede del Antiguo Testamento
Aunque el Evangelio de Jesucristo procede de las Escrituras del Antiguo Testamento por alumbramiento divino, no hay que pensar que las antiguas profecías sean estériles, muertas y sin fruto, ya que todavía viven con grandísima autoridad. Por medio de ellas los Apóstoles han demostrado y verificado sus doctrinas y no han dicho nada sin utilizar su testimonio. Nuestro Señor Jesucristo nos remite a ellas a fin de que las leamos y consultemos; su Evangelio no ha olvidado esas escrituras, sino que las ha realizado hasta una iota o un solo punto. Más adelante hablaremos extensamente de ello.
Libros perdidos en el Antiguo y el Nuevo Testamento
Debe saberse también que nos faltan varios libros de la Santa Escritura, según su mismo testimonio; Moisés alega los libros de las guerras del Señor; Josué, el libro de los justos; Ester, el libro de las cosas memorables, y en el libro de los Macabeos se mencionan los santos libros de los Esparciatas. En las Crónicas se alegan los libros de las Lamentaciones, los libros del vidente Samuel, los de Natan, Gad, Semeias, Haddo, Ahias, Silonita y de Jesús, hijo de Hammon profeta; san Judas en su Epístola católica se refiere al libro de Enoc; otros autores fidedignos mencionan el libro de Abraham patriarca, todos los cuales están perdidos. Y los que nos han quedado no son del mismo peso ni igualmente recibidos, ya que varios capítulos de los hasta aquí mencionados y toda la historia de los Macabeos están considerados como libros apócrifos. Ocurrió lo mismo respeto a los Evangelios y Epístolas, puesto que Dionisio cita el Evangelio de Bartolomé, san Jerónimo menciona el de los Nazarenos y san Lucas, en el prefacio de su Evangelio, dice que algunos se habían puesto a escribir acerca del Evangelio, aunque todos se han perdido y no hay noticia de ellos. Varios de esos libros no han sido recibidos ni aprobados por la Iglesia, al ser pervertidos y corrompidos por los heréticos, o dados a conocer por autores inciertos.
Falsos profetas
Hago caso omiso de varios falsos profetas que se han introducido entre los buenos, impulsados por yana gloria, profetizando lo que el Espíritu Santo no les dictaba o sugería, sino mentiras ajenas que en nada procedían de la verdad de la Escritura; han introducido sectas contra la unidad del Espíritu y la paz de la Iglesia, atreviéndose, con descarada temeridad, como si fueran aconsejados por Dios, a publicar el testamento del Señor por su boca, a escribir profecías y Evangelios en parte o del todo heréticos o no admisibles y rechazados del canon y regla de los santos escritos. Ocurre al contrario -y como es evidente y no cabe duda- respecto a los que se llaman los cánones de los Apóstoles.
Incluso los Cánticos de Salomón no fueron incluidos entre los santos libros canónicos de los hebreos, sino después de que los hubo corregido y aprobado Isaías.
Los pocos libros que constituyen los libros de Vida
Consta pues, por lo que se ha dicho, que incluso la verdadera Teología, al faltar varios volúmenes, podría parecer algo imperfecta, así como que nos quedan pocos libros, de los muchos que hubo, que sean reconocidos como verdaderos y ciertos, y constituyen la regla y formulario sagrado, o sea, libros de vida.
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De la Palabra de Dios (Capítulo 100)
La llave de la ciencia y del conocimiento
Ahora habéis podido entender cuán ambiguas, inciertas, peligrosas y bifurcadas son todas las disciplinas, de modo que en la medida en que podemos esperar de ellas, estamos forzados a ignorar en qué parte se encuentra y descansa la verdad, y lo mismo puede decirse de la Teología, a menos que alguien tenga la llave de la ciencia y del conocimiento (ya que el gabinete de la verdad está cerrado y cubierto con varios misterios, incluso para los santos y sabios), por la cual tan grande e incomprensible tesoro nos sea abierto.
Ahora bien, esta llave es sólo la palabra de Dios (y no hay otra); es la única que discierne toda clase y fuerza de palabras y descubre las que proceden de artificio sofístico y no contienen la verdad, sino sólo alguna apariencia de la misma; es decir, que juzga qué lenguaje contiene la verdad esencial, y no disfrazada y encubierta…
La ciencia de la Palabra se encuentra en los libros canónicos
La ciencia de esta palabra no nos ha sido enseñada por ninguna escuela de filósofos, ni por la Sorbona de los Teólogos, ni en los colegios de los Escolásticos, sino que la aprendemos sólo de Dios y de nuestro Señor Jesucristo por el Santo Espíritu, en los libros llamados canónicos a los que, por expreso y divino mandamiento, no es lícito añadir ni disminuir nada. Aquel que intentara hacerlo, incluso si fuera un ángel del cielo, sería maldecido por la ley de Dios. Tal es la fuerza y majestad de esta Escritura, que no puede sufrir ninguna interpretación ni glosa ajena, sea humana o angélica…
Sólo el espíritu Santo confirma la autoridad de la palabra de Dios
En cuanto a las demás interpretaciones externas, sean morales, místicas, cosmológicas, típicas, anagógicas, tropológicas o alegóricas, por las cuales muchos la pintan con colores variados y ajenos, pueden en verdad persuadir un poco de alguna verdad para la edificación del pueblo, pero no tienen ninguna virtud para confirmar la autoridad de la palabra de Dios, demostrar, rechazar o discutir acerca de la misma…
… Por esas Escrituras el Apóstol quiere que probemos todas las cosas, a fin de quedarnos con las buenas, que sepamos discernir silos espíritus son de Dios, que podamos explicar las causas de todas las cosas y refutar a los que las contradicen de modo que, vueltos espirituales por este medio, juzguemos sobre todas las cosas y no seamos juzgados por nadie.
Mediante la fe en Jesucristo
La verdad de esas escrituras canónicas y su inteligencia depende, pues, de la única autoridad de Dios, que nos la revela, y no puede ser comprendida por ningún juicio sensual ni discurso de nuestra razón, por ningún silogismo demostrativo, por ninguna ciencia, especulación o contemplación, en definitiva, por ninguna facultad ni virtud humana, sino solamente por la fe en Jesucristo, que Dios el Padre puso en nosotros por el Santo Espíritu. Dicha fe es tanto más firme y segura que cualquier otra creencia y persuasión de las ciencias humanas, cuanto que Dios es más alto y verdadero que los hombres.
La ciencia de Dios se obtiene por revelación divina
¿Pero, ¿qué digo?, ¡más verdadero! Sólo Dios es verdadero, y todo hombre mentiroso, por consiguiente, todo lo que no es de esta verdad es error, lo mismo que lo que no es de la fe es pecado, ya que sólo en Dios esta el manantial de la verdad, de la que deber beber el que busca la buena doctrina. No podemos tener conocimiento ni ninguna ciencia de los secretos de la naturaleza, de las substancias separadas, ni de Dios, su autor, si no es por revelación, ya que las cosas divinas no son alcanzadas por las fuerzas del espíritu humano, y las cosas naturales se nos escapan en todo momento sin que las percibamos. Ocurre pues que, en esas cosas, aquello que conceptuamos como ciencia no es sino error y falsedad; es lo que reprueba Isaías a los filósofos y sabios caldeos, diciendo: «Tu sabiduría y tu ciencia te han decepcionado, has faltado en la multitud de tus invenciones».
Todas las ciencias humanas son vanas y perecederas
…Así, si el hombre supiera y conociera todas esas cosas y otras -si es que algunas quedan por saber- ciertamente no sabría nada si no conociera la voluntad de la palabra de Dios y no la cumpliera. Aquel que ha aprendido todas esas cosas y no aprendió ésta, en vano aprendió lo que aprendió, ya que en la palabra de Dios está la vía, la regla, la meta y el blanco donde debe apuntar aquel que no quiere errar, sino alcanzar la verdad.
Todas las demás ciencias están sometidas al tiempo y al olvido y son perecederas, puesto que todas esas ciencias y artes, incluso las letras, caracteres y lenguajes que usamos hoy en día, perecerán y se utilizarán otros; quizás ya han sido perdidos más de una vez, y reencontrados y resucitados…
…¿Acaso no encontramos el testimonio de ello en el Eclesiastés, cuando dice: «Qué es lo que ha sido, lo que será? ¿Qué es lo que se ha hecho, lo que se hará? No hay nada nuevo bajo el Sol. ¿Acaso hay algo de lo que se pueda decir: esto es nuevo? Ya había sido en los siglos que nos precedieron. No hay recuerdo de lo que ha precedido; lo mismo ocurrirá con lo que será después: los que sobrevendrán olvidarán».
Y dice después: «Mueren igualmente el sabio y el ignorante».
Sólo la Palabra de Dios permanece eternamente
Qué más, pues, podríamos decir, sino que todas las ciencias y artes están bajo la ley de la muerte y del olvido; no permanecen para siempre en el espíritu, sino que pasarán y morirán con la misma muerte, puesto que Jesucristo dijo que toda planta que no ha sido plantada por el Padre celeste será arrancada y echada al fuego eterno; la ciencia está muy lejos de conducir al hombre a la inmortalidad. Pero la palabra de Dios permanece eternamente y su conocimiento nos es tan necesario, que aquel que la hubiera despreciado o no la hubiera escuchado (según el testimonio de la misma palabra en las Escrituras) recibirá sobre él maldición, perdición y condena eterna.
Su estudio corresponde a todos
Por consiguiente, que nadie se persuada de que esta palabra debe ser espulgada solamente por los teólogos, ya que pertenece e invita a cada uno: al hombre, la mujer, los ancianos, los jóvenes y niños, extranjeros o naturales, todos están obligados a aprenderla y a no apartarse de ella ni el grueso de un cabello.
Testimonio del Antiguo Testamento
Por tanto, en la antigua ley se ordena lo siguiente: «Esas palabras estarán en tu corazón todos los días de tu vida, las contarás y las darás en la mano de tus hijos y sobrinos a fin de que las observen y realicen; las practicarás y las contemplarás al sentarte en tu casa, al caminar por el país, al acostarte, al levantarte, y para recordarlas las llevarás atadas a tu mano y estarán siempre ante tus ojos, y las escribirás sobre la entrada de las puertas de tu casa».
Así, Josué leyó todas las palabras y todo lo que estaba contenido en el libro de la ley ante toda la asamblea del pueblo: hombres, mujeres y a todos los que podían entender, y lo leyó públicamente en la plaza.
Y del Nuevo
También Jesucristo mandó que su Evangelio se predicara a toda criatura por toda la tierra universal y no en las tinieblas ni al oído, ni a escondidas en los gabinetes, ni tampoco a algunos maestros Fariseos, separados o Escribas, sino abiertamente, alto y claramente, en plena luz, sobre los tejados, a todo el pueblo y muchedumbre, pues he aquí lo que dice a los Apóstoles: «Lo que os digo lo digo a todos; lo que os digo en la oscuridad, decidlo en plena luz; y lo que escucháis al oído, predicadlo sobre los tejados». Y san Pedro, en los Hechos, dice: «Nos mandó predicar al pueblo».
Cualidades imprescindibles para oír la Palabra de Dios
San Pablo quiere que se alimente a los niños en disciplina y admonición cristiana. El mismo Jesucristo reprende a los discípulos porque impiden a los pequeños acercarse a él, enseñando que la simplicidad y la humildad de esos pequeños son muy necesarias para los auditores de la Palabra de Dios, al igual que los que no tienen el espíritu preocupado por ninguna mala opinión ni están hinchados por ninguna ciencia humana, pues aquel que no se vuelve como uno de esos pequeños, no conviene ni está capacitado para el Reino de Dios.
Todos deben dedicarse a su estudio
Por eso, en cierto sermón, san Juan Crisóstomo quiere que principalmente los niños se dediquen a las santas letras y que los maridos y mujeres en la intimidad de sus casas conversen y hablen de las mismas entre ellos y con sus hijos; que hablen, pregunten y se interroguen unos a otros respecto a su sentido e interpretación.
El Concilio de Nicea (en los años 325 y 787) ordenó que todos aquellos que formaban parte de los cristianos debían ser provistos de un libro de la Santa Biblia.
El oficio de los buenos Doctores
Sabed pues, que en toda la santa Escritura no hay ninguna cosa tan alta, difícil, oculta ni santa que no deba ser sabida por todos los cristianos, ni hay nada que haya sido puesto bajo la custodia de nuestros grandes maestros, que pueda ni deba ser ocultada al pueblo cristiano. Toda la Teología debe ser de uso común para el conjunto de los fieles, a fin de que cada uno tome de ella según la capacidad y medida de la gracia concedida por el Espíritu Santo. Y, por cierto, el oficio de un buen doctor consiste en distribuirla a cada uno según su capacidad y necesidad; a unos la leche, a otros el alimento sólido, pero no hay que defraudar ni frustrar a nadie del necesario alimento de verdad.