EL PERFUME DE LAS ROSAS

Raimon Arola

En la naturaleza que nuestros ojos ensombrecidos pueden ver existen enseñanzas, «signos», que apenas percibimos pero que los profetas ven en todo su sentido y de los que nos advierten continuamente; en el Corán, por ejemplo, encontramos con frecuencia la mención de esos signos: «Dios ha creado los cielos y la tierra con un fin. Hay en ello signos para los creyentes»(1). ¡Ojalá fuéramos capaces de ver y de oír!.

Uno de estos signos son las rosas que en primavera, se abren y desprenden su perfume. Cualquier persona, mínimamente sensible se deleitará con su fragancia; al acercarnos e inspirar el aire fecundo que exhala, disfrutaremos de tan extraordinaria belleza, y por un momento nuestro espíritu se abrirá, y en el goce irracional del perfume nos comunicaremos directamente con la vida interior de la planta que lo irradia. Así, nuestro corazón, completamente dormido hasta ese momento, se agita levemente como si fuera a despertarse, pero cuando dejamos de oler la flor, vuelve a dormirse en el letargo de la caída.

Como siempre, buscaremos en las palabras de los profetas las claves de nuestra comprensión y por ello vamos a leer el pasaje del Génesis en el que se narra la transmisión de la bendición de Isaac, anciano y ciego, a su hijo menor. Está escrito, (XXVII, 26-27):

«Y su padre, Isaac, dijo a su hijo Jacob: Acércate y bésame, hijo mío. Se acercó a él y lo besó, y olió (Isaac) el aroma de su vestido y le bendijo, diciendo: es el aroma de mi hijo como el aroma de un campo al que ha bendecido el Señor».

Existe en el Zohar un comentario sobre este pasaje que explica la naturaleza del vestido oloroso de Jacob:

«Ven y ve, no está escrito y olió el aroma del vestido sino el aroma de ‘su’ vestido; como lo que se ha dicho (Salmos CIV, 2): El que se cubre de luz como de un vestido y extiende los cielos como una cortina. Otra explicación: el olor de su vestido, de lo cual se desprende que es el vestido de Jacob, que en el mismo momento, exhaló aromas, y así, hasta que Isaac no olió el aroma del vestido, no lo bendijo, pues entonces reconoció que él era digno de las bendiciones, ya que si no fuera digno de las bendiciones no estarían con él todos aquellos olores de santidad» (2).

Así, según el fragmento del Zohar hay una estrecha relación entre el vestido de Jacob y el vestido de luz de la cita de Salmos, lo que nos indica claramente que el pasaje de la bendición de Isaac a su hijo hace referencia al misterio de la redención. Sabemos que antes de la caída de nuestros primeros padres, Adán estaba vestido de luz, de la luz preexistente y única, y que, a causa de la transgresión, esta indumentaria de gloria se convirtió en un vestido de piel, animal y diversificado (2); cuando en los textos sagrados encontramos que un hombre se cubre de nuevo, como Jacob, nos indica que su piel animal ha desaparecido y que su corazón ha sido cambiado, que ha reencontrado su vestidura original y pertenece a la filiación de los Patriarcas. Este es el hombre digno de la transmisión del misterio de Dios. Vemos aquí que la vestidura de la regeneración es lo que desprende el buen olor.

Todo ello está confirmado y resumido en las palabras de L. Cattiaux (M.R. XXXI, 9): «Los elegidos del Señor se bañarán en la dulce luz que desprende el buen olor de vida y se congratularán sin fin». Al sumergirse en esta luz el corazón despierta, el espíritu se vuelve inteligente y reconoce los signos ocultos en la naturaleza, ya que en este baño especial, el auténtico bautismo cristiano, la piel inmunda que nos cubre por el pecado original es lavada y la mugre desaparece. Es el bautismo de Dios que regenera al hombre y que cambia su vestido por la tintura del buen olor de vida (3).

San Louis Marie Grignion de Montfort alabando a los beneficios que procura la Virgen María, comenta la bendición de Isaac a Jacob con estas palabras: «El mayor servicio que la amable María ejerce en favor de sus fieles devotos es el de interceder por ellos ante su Hijo y aplacarles con sus ruegos. Ella los une y conserva unidos e Él con vínculos estrechísimos.

Rebeca hizo que Jacob se acercara al lecho de su padre. El buen anciano lo tocó, lo abrazó y hasta lo besó con alegría, contento y satisfecho como estaba, de los manjares cuidadosamente preparados que le había traído. Gozoso de percibir los exquisitos perfumes de sus vestidos, exclamó: ¡Aroma que bendice el Señor es el aroma de mi hijo!. Este campo fértil cuyo aroma encantó al corazón del Padre es el aroma de las virtudes y méritos de María. Ella es, en efecto, el campo lleno de gracias donde Dios Padre sembró, como el grano de trigo para sus escogidos, a su único Hijo». (4)

María y Rebeca se identifican con el mismo símbolo, son el agua perfumada que lava a los fieles y los conduce a la unión con el Padre Altísimo. Estas mujeres, llenas de gracia, nos enseñan la relación entre el olor y la unión, y así como el aroma de las flores llama y reúne a las abejas, ellas nos llaman y nos reúnen con Dios.

Dicha reunión no es otra cosa que el retorno del mundo caído y diversificado en infinitas especies, a la unidad esencial del Único. Ritualmente está simbolizada por el olor del incienso ardiendo que reúne a los espíritus separados; la palabra hebrea que designa el incienso ketoret, proviene de la raíz kator, que significa justamente ligar, unir, comunicar, etc. De esta manera comprendemos una parte del misterio que se esconde en el perfume de la rosa, y porqué María es llamada «Rosa mística» y «Eva olorosa», ya que es ella la que reúne a su alrededor a todos los santos formando la flor mística que canta las alabanzas al Padre. Sin el perfume de María, esta flor sería una forma exteriormente unida pero sin contenido interior, sin la vida del centro que vincula y organiza el cuerpo, la verdadera Iglesia de Jesucristo.

En algunas tablas del primer gótico catalán conservadas el Museu d’art de Catalunya encontramos la representación de la Virgen de la Misericordia, que con una gran capa azul oscuro por fuera y blanca y brillante por dentro, cubre y reúne a su alrededor a todos los fieles de la Iglesia. ¿No es esta capa, sostenida por la ayuda de los ángeles, como el vestido oloroso de Jacob?

Cuando la misma Virgen María recibe la visita del ángel Gabriel, la virtud del Altísimo la cubre con su sombra (Lucas I, 35); esta sombra es, sin duda, como el vestido de luz que cubre a los escogidos y que desprende suaves perfumes. La palabra griega utilizada para designar sombra, episkiazo, la encontramos sólo cuando los evangelistas cuentan en el Nuevo Testamento, la transfiguración de Jesús en el monte Tabor; escribe Marcos (IX,7): «Se formó una nube que los cubrió con su sombra», aludiendo al encuentro del Señor con Elías y Moisés, en el momento de oírse la voz del Padre en el cielo. Con ello vemos que la sombra que cubre a María y el vestido de luz son la misma cosa.

Junto a la sombra del Altísimo, Lucas, se refiere a la venida del Espíritu Santo, por lo que podemos entender que si la sombra es el vestido, el Espíritu Santo es el buen olor que desprende.

«Es en aire donde se oculta el alimento de la vida» dijo el sabio Cosmopolita (5); este aire que en las regiones supralunares es llamado éter, es también la esencia misma del Espíritu Santo, la fuerza generativa y creadora que los hindúes llaman Prana; cuando llega hasta nosotros está ya mezclado con el aire impuro y es imposible reconocerlo – sólo el Servidor de Dios puede hacerlo – pero sin embargo, lo que permanece puro en este aire es lo que anima nuestros cuerpos y nos permite vivir; no estamos hablando de una entelequia metafísica, sino del «alimento de nuestra propia existencia», de él dependemos y depende toda la vida, la de lo alto y la de lo bajo. El éter podría compararse al aroma que da el Árbol de la Vida que está en el centro de las siete montañas del Paraíso, así lo cuenta Henoch: «(El Árbol de la Vida) exhala un olor superior a cualquier perfume, y sus hojas, sus flores y su madera no se secan jamás; su fruto es hermoso y se parece a los racimos de la palmera».

Este árbol está prometido a los elegidos de Dios, pues, siguiendo la explicación de Henoch, «el buen olor de este árbol penetrará sus huesos y ellos (los justos y los humildes) vivirán una larga vida» (6). Si recibiéramos este aire sin mezcla, nuestras vidas serían inmortales, pues es la propia sustancia o esencia de Dios: su voluntad. Por eso, en la antífona católica Veni Creator Spíritus, está llamado el Espíritu Santo, «Dedo de la diestra del Padre». Es el éter de eternidad.

El apóstol Pablo dice (2 Corintios II, 14-15): «Doy gracias a Dios, que nos hace triunfar en Cristo y en nosotros, manifiesta en todo lugar el aroma de su conocimiento; porque somos para Dios el suave olor de Cristo de entre los que están salvados». Para «triunfar en Cristo» hay que morir antes en el mundo, a fin de deshacer la mezcla que nos aprisiona. Es entonces cuando aparece el verdadero perfume de la rosa; como escribe L. Cattiaux (M.R. V, 94’): «Bajo el hedor de la muerte se oculta el perfume de la rosa».

1. Sura XXIX, 44

2. Zohar Toldot, fol. 142, b. 3

3. En hebreo la palabra ‘luz’ y la palabra ‘piel ‘sólo varían en su letra inicial pues ‘luz’ se escribe con alef, y ‘piel’, con ayn. La letra alef tiene el valor numérico 1, es la letra de la unidad, mientras que la letra ayn vale 70 y es la letra de la diversidad.

4.Tratado de la verdadera devoción a la santísima Virgen, 211. Traducción en Obras. Ed. B.A.C. 1984 cap. 366. Véase también Corán II, 138 y Poimandrés IV, 4

6.Citado en la Concordancia Mito-Físico-Cábalo-Hermética, ed. Obelisco, 1986, p. 49.

7.El Libro de Henoch. Ed. 7 ½, 1979, pp. 43 y 44.