Cuando el símbolo es una realidad, es
imposble descubrirlo sin la ayuda de
Dios.
El Mensaje Reencontrado II, 44
René Guénon ha formulado la siguiente pregunta en su obra Les Symboles Fondamentaux de la Science Sacrée:
«¿Por qué se encuentra tanta hostilidad, más o menos confesada, con respecto al simbolismo? Ciertamente porque es un modo de expresión que se ha convertido en algo completamente ajeno a la mentalidad moderna, y porque el hombre está naturalmente inclinado a desconfiar de aquello que no entiende, […] el simbolismo es todo lo contrario de lo que le conviene al racionalismo y todos sus adversarios se comportan, algunos sin saberlo, como verdaderos racionalistas.»(1)
En efecto, el símbolo se dirige a la intuición de la fe y no a las especulaciones de la razón, puesto que encierra una realidad que sólo puede conocer aquél que la ha experimentado. Por ello, mientras el símbolo sea objeto de fe, el hombre no puede sino explicar un símbolo mediante otro, y corre así el riesgo de contentarse con este juego, olvidando que los símbolos sólo existen a fin de recordar los misterios de la ciencia divina.
Al hablar de símbolos, es necesario en primer lugar comprender de qué se trata, y para este fin conviene, como siempre, acudir al sentido etimológico de la palabra. Símbolo significa ‘signo de reconocimiento’, pues éste es el sentido exacto de la palabra griega symbolon, del verbo symballo, ‘juntar’, ‘reunir’; symbolé significa ‘ajuste’. Según el diccionario de Bailly, el término se refería primitivamente a «un objeto partido en dos, del que dos personas conservaban una mitad y que transmitían a sus hijos. Estas dos mitades reunidas servían para que aquellos que las llevaran se reconocieran, y para demostrar las relaciones de hospitalidad que habían existido anteriormente ».(2)
Las dos partes separadas, una vez reunidas, se ajustaban exactamente la una con la otra para formar de nuevo el objeto primitivo. Es necesario que el símbolo sea reunido con su otra mitad natural para poder constituir «el signo de reconocimiento».
Existe un símbolo esencial al que se refieren todos los demás de la ciencia sagrada, y este símbolo por excelencia es el hombre,(3) creado «a imagen» (en hebreo, bidemut ) de Dios.(4) Comparemos este versículo, que se refiere al hombre después de la caída, con otro versículo que habla de la creación del hombre primitivo, es decir, antes de la caída: «Haremos al hombre ‘a nuestra semejanza’ como ‘a nuestra imagen’ (betsalmenu kidemutenu)», (Génesis I, 26). En el principio, Dios creó al hombre uniendo su «semejanza» con su «imagen» (tselem y demut).
Como consecuencia del pecado original, el hombre perdió la semejanza divina, a la que se refiere el primer término (tselem), y se quedó sólo con la imagen divina (demut), lo que representa precisamente el símbolo incompleto del hombre primitivo. De ahí el epígrafe de nuestro estudio: «Cuando el símbolo es una realidad, es imposible descubrirlo sin la ayuda de Dios». Esta realidad no puede ser reconocida si no es mediante la reunión con su otra mitad sustancial, representada por la «ayuda de Dios».(5) Éste es el secreto del hombre esencial, símbolo o parte de la divinidad sepultada en las tinieblas del exilio de este mundo.
Vemos, al leer el capítulo segundo del Génesis, que la «ayuda de Dios» consiste en algo concreto, pues dice el profeta:
« Y dijo el Señor Dios: No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda conforme a él. […] El hombre pronunció los nombres de todos los animales domésticos, de las aves del cielo y de todos los animales salvajes del campo, pero no encontró ayuda conforme a él […]. Hizo, pues, el Señor Dios caer sobre el hombre un sueño (tardemah) (6) y dormido, tomó una de sus costillas (tsela)(7). […] Y el Señor Dios formó, a partir de la costilla que tomó del hombre, una mujer, y la hizo venir hacia el hombre. El hombre exclamó: «Ésta, esta vez, es hueso de mis huesos y carne de mi carne, y se llamará ichah (‘mujer’), ya que del ich (‘hombre’), ha sido tomada». (Génesis II, 18-23).»
Por sus propios medios, el hombre no habría sido capaz de encontrar la «ayuda conforme a él»; era necesario que Dios interviniera haciendo caer su sueño sobre él; entonces dijo el hombre: «Esta vez sí he encontrado mi complemento».
Como hemos dicho, para descubrir el símbolo, es decir, el hombre esencial, es necesario reunirlo con la «ayuda conforme a él». Dicho de otro modo, se trata de la «semejanza» reunida con la «imagen ».(8)
Encontramos la misma enseñanza en la tradición islámica, pues se explica que después del pecado, y la consiguiente expulsión del jardín de Edén, Adán y Eva cayeron en dos lugares diferentes de la tierra, alusión a la pérdida de su «ayuda conforme a él». Adán arrepentido y como todo buen musulmán, emprendió el peregrinaje a La Meca y allí, muy cerca de la ciudad santa, en el monte ‘Arafá, encontró y reconoció a Eva, que erraba sola tras su caída. La palabra ‘arafá’ significa en árabe ‘conocer’, ‘reconocer’.(9) Allí, sobre la montaña santa «se reconocieron», y Adán pudo pronunciar estas palabras: «Ésta, esta vez, es hueso de mis huesos […]».
Descubrir el símbolo, es decir, el hombre, consiste en reconocer la realidad física que encierra, y ello sólo es posible mediante la ayuda de Dios. Reconocer es «renacer con», lo que implica una experiencia sensible. Los que han hablado o escrito respecto a este conocimiento experimental o gnosis se llaman «conocedores», porque describen este nacimiento y crecimiento naturales, y cada una de las imágenes que utilizan no son más que los símbolos de esta única experiencia, cuyo sentido no se puede descubrir sin haberlo experimentado.
De lo dicho se deduce fácilmente que existe un gran peligro en que intentemos explicar o especular por nuestra parte sobre el sentido de los símbolos tradicionales, ya que no «conocemos» (en su acepción etimológica) a qué se refieren; así sólo conseguimos engañarnos a nosotros mismos y a los demás. Eso no significa que no se deban estudiar los símbolos, sino que hay que dejar únicamente a los conocedores el cuidado de explicarlos, ya que ellos siempre nos vuelven a conducir al único símbolo, que es el hombre esencial, reconocido y experimentado mediante su ayuda natural. Todos los símbolos tradicionales no son más que las diversas expresiones de este único misterio interior.
En cambio, el hombre caído tiende a proyectarlos al exterior, es decir, intenta aprehender la revelación física que transmite el símbolo mediante sus sentidos impuros y exteriores, fruto de la caída original.
Con mucha frecuencia las Escrituras nos advierten de ello: «¡Quien pueda coger, que coja!» o «¡quien tenga oídos, que oiga!», etcétera. ¿De qué sentidos se trata? Son los sentidos purificados que nos permiten oír, ver y captar las cosas de Dios, pero los sentidos del hombre exiliado se han vuelto groseros y carnales; por ello, el ídolo del que hablan las Escrituras que no puede oír, ni ver, ni asir la vida, se refiere al hombre carnal. Por ejemplo, está dicho:
« Sus ídolos son plata y oro, obra de la mano de los hombres. Tienen boca y no hablan, ojos y no ven, orejas y no oyen, tienen narices y no huelen, sus manos no palpan, sus pies no andan, no sale de su garganta un murmullo; semejantes a ellos sean los que los hacen, y todos los que en ellos confían.» (Salmos cxv, 4-8)
También en Ezequiel se menciona el ídolo:
« Y vi la figura de una mano tendida y me cogió por los pelos de la cabeza y, levantándome en espíritu entre cielo y tierra, llevóme a Jerusalén en una visión divina, junto a la puerta interior del templo del lado del septentrión, donde estaba puesto el ídolo de los celos, para provocar los celos del Señor.» (Ezequiel VIII, 3)
Ciertamente, este ídolo es el hombre; está situado a la entrada del templo para representar su modo grosero de entender la imagen simbólica de la revelación; sus figuras y ritos provocan continuamente la cólera del Santo-bendito-sea. Y ello ocurre precisamente porque el hombre-ídolo «tiene ojos y no ve, orejas y no oye, boca y no dice las cosas de Dios».
El ídolo está colocado al norte del templo porque representa el lugar donde no hay luz, aunque es de allí de donde procede. Así se puede comprender que el ídolo, la imagen, sea lo mismo que el símbolo, separado de su complemento natural.
Todo lo expuesto permite concluir con la afirmación de que el símbolo es una realidad sensible que debe ser reunificada para convertirse en el «signo de reconocimiento». De lo contrario, no es más que un ídolo inútil. El símbolo es como la cerradura de una puerta que nadie puede abrir, si no es con la llave que le corresponde exactamente.
Todos los símbolos se refieren a una realidad sensible, pero oculta, a la que todos podemos aproximarnos por la fe y que puede ser experimentada mediante una revelación de Dios.
1. R. Guénon, Les Symboles Fondamentaux de la Science Sacrée, ed. Gallimard, París, 1962, p. 31. Existe una traducción al español: Los Símbolos Fundamentales de la Ciencia Sagrada, ed. Paidós, Barcelona, 1997.
2. A. Bailly, Dictionnaire Grec-Français, ed. Hachette, París, 1987, voz: symbolon.
3. R. Guénon (cit. en p. 25, n. 1), p. 37: «Si se considera más particularmente al hombre, ¿no sería legítimo afirmar que él también es un símbolo, por el hecho mismo de haber sido creado por Dios?».
4. Véase Génesis V, 1.
5. Véase Génesis II, 18.
6. Tardemah significa ‘sueño’; la Biblia de los Setenta, en griego, traduce ‘éxtasis’.
7. Los comentadores resaltan que la palabra tsela, ‘costilla’, significa también ‘lado’.
8. Véase Génesis I, 26. 9. Véase Corán XXII, 129.