REFLEXIONES
SOBRE EL ORO
DE
LOS ALQUIMISTAS *
EH
Traducción S. dHooghvorst
El oro que
dormita en el barro es tan puro
Como el que
brilla en el sol. (1)
El oro de los alquimistas es un término
equívoco en sus escritos. Han hablado mucho de él, pero de
manera oscura. El lector principiante puede preguntarse si dicho
oro es verdaderamente oro, o sólo un símbolo. ¿Es la alquimia
una obra metálica, como piensa la gente, o la enseñanza de un
cierto yoga occidental que hay que interpretar sutilmente?
Los Filósofos dicen que todo aquí
abajo no es más que polvo y cenizas. Es el mundo de la generación
y de la corrupción. Entre todas las sustancias sublunares, sólo
este hermoso metal es inalterable. La hipótesis de los
alquimistas es la siguiente: Si el oro, sol terrestre, es
indestructible, es porque posee en sí un principio físico de
inmortalidad. Si los hombres conociesen el poder y la medicina
que contiene, abandonarían todas sus ocupaciones para emprender
la búsqueda del secreto que el Soberano Creador ha depositado en
las minas, con el fin de encontrar esta cura y regeneración a la
que aspira el género humano.
¡Asombrosa hipótesis de la
alquimia! Pocos hombres parecen sensibles a ella, quizá por
falta de imaginación, pues las necesidades de la vida los
acucian por todas partes. El estudio de la alquimia, poco costoso,
exige, sin embargo, una gran independencia frente a esas
necesidades; o una cierta aceptación de la pobreza a la que
nadie quiere por compañera.
El hombre no posee en sí mismo el
principio de la medicina. Debe, pues, buscarlo en la naturaleza,
extraerlo y tratarlo. Lo mismo ocurre con esta «panacea
universal»,(2) y la gran Obra consiste en hacer de este oro el
medicamento de los tres reinos; aplicado al cuerpo humano es el
licor de inmortalidad o «elixir de larga vida». (3)
¡Quimeras!, dirán algunos. ¡Si
el elixir de larga vida existiera, lo sabríamos!
«No conocemos a nadie que haya
sido inmortal excepto en las leyendas.». Se defienden a sí
mismos, «por no haber conocido a nadie».
Un filósofo como el Cosmopolita(4)
escribe, por ejemplo: «El oro de los sabios no es el oro vulgar,
sino una cierta agua clara y pura sobre la cual es llevado el espíritu
del Señor,(5) y es de ahí que toda fuerza del ser toma y recibe
la vida». Y todavía en el mismo tratado: «El oro y la plata de
los Filósofos son la vida misma y no necesitan ser revivificados».
Podríamos multiplicar estas citas
características de un lenguaje en apariencia equívoco y muy
propicio para dispersar al lector. Abordando este género de
escritos, se verá inclinado a buscar más sutilezas de las que
la coda requiere.
La alquimia no es una receta. Es
una escuela filosófica que no admite más que la experiencia
sensible como criterio verdadero. El alquimista quiere tocar para
saber. Aunque esta experiencia sea de naturaleza secreta, no
quita nada al carácter «sensualista» de tal filosofía, la más
antigua y materialista del mundo; la más antigua, en efecto, ya
que siempre ha resultado imposible determinar sus orígenes históricos;
la más materialista, también, ya que no tiene otro fundamento
que el testimonio de los sentidos. Es una enseñanza enigmática,
sin duda, pero que jamás ha variado en el transcurso de la
historia. La unanimidad de todos los maestros nos parece ser la
prueba de una experiencia común.
La originalidad de dicha filosofía,
frente al sensualismo filosófico de un Condillac, por ejemplo,
es no referirse más que a un solo y único objeto: «No hay más
que una sola cosa dice el Cosmopolita mediante la
cual se descubre la verdad de nuestro Arte, en la que éste
consiste enteramente y sin la que no podría ser». Así, en
lugar de dispersarse en la multiplicidad de las observaciones
sensibles, el alquimista encuentra todo su saber en la
contemplación de un solo objeto. Louis Cattiaux, por ejemplo,
dirá que esta filosofía acopla la unidad del saber con la
unidad de la obra en la unidad del hombre.(6) Es, finalmente, una
filosofía del oro. A propósito del oro, no digas: ¡Es mi alma!
Sería errar lejos del magisterio en una falsa doctrina. Pues el
oro es una trampa y la alquimia también.
Paracelso, por su lado, escribió
en su Cielo de los Filósofos(7):
El oro es celeste
disuelto
triple en elemental
fluido
su esencia metálico
corporal
Limojon de St. Didier se mostró más
explícito(8):
«Según los Filósofos, hay tres
clases de oro: el primero es un oro astral cuyo centro se
encuentra en el sol que, por sus rayos, lo comunica, al mismo
tiempo que su luz, a todos los astros que le son inferiores. Es
una sustancia ígnea y una continua emanación de corpúsculos
solares que, por el movimiento del sol y de los astros, que están
en perpetuo flujo y reflujo, llenan todo el Universo; todo está
penetrado por él en la extensión de los cielos, sobre la tierra
y dentro de sus entrañas. Respiramos continuamente este oro
astral y sus partículas solares penetran nuestros cuerpos que
las exhalan sin cesar.»
Vemos que el autor conocía bien
el famoso prana de los yoguis; pero estos últimos, ¿lo
han conocido corporificado?
«El segundo es un oro elemental,
vale decir, la más pura y más fija porción de los elementos y
de todas las sustancias que éstos componen, de modo que todos
los seres sublunares de los tres reinos contienen en su centro un
precioso grano de este oro elemental.»
He aquí afirmada la unidad
radical, no sólo de los metales, sino también de todas las
cosas. Si el grano fijo del oro que está en todos los seres
fuera puesto de nuevo en estado de vegetar, la creación entera
volvería a encontrar la incorruptibilidad y la inmortalidad
perdidas, dicen los alquimistas. Es por ello que dicho oro es el
secreto de su Física.
«El tercero es el hermoso metal,
su brillo y su perfección inalterables hacen que todos los
hombres lo valoren como el soberano remedio de todos los males y
de todas las necesidades de la vida y como el único fundamento
para la independencia, la grandeza y el poder humanos; por eso,
no es menos objeto de codicia por parte de los mayores príncipes,
que por parte de los pueblos de la tierra...»
Este oro metálico al ser el más
perfecto, ciertamente, de él se trata en la filosofía química.
«... Como cuando uno diga que los
Filósofos poseen un oro vivo y que el oro vulgar está muerto,
será un ignorante quien se atreviera a mantener que existe en el
mundo otro oro que el oro vulgar, el cual, aunque se le diga
muerto, es, no obstante, la cosa más pura de toda la tierra y el
efecto último de la naturaleza; y, por consiguiente, es la
materia sobre la cual debemos empezar nuestra obra. Debemos
entender esta diferencia antes o después de la preparación, por
lo cual, en lugar de ser sepultado en su sepulcro, es resucitado
y puesto en camino de vegetación...»(9)
El oro de nuestros Filósofos químicos
es ciertamente el vulgar, pero enmendado por la buena naturaleza.
Hemos escrito antes que en el oro
había una trampa. Aquí se muestra. En efecto, los metales filosóficos
son metales puros y no vulgares. Aquí, el avaro no encontrará
provecho. ¿Qué ha podido saber de los metales puros y del oro
de los Filósofos aquel que persigue las riquezas de este mundo?
¡La dulce y santa química no desvela sus encantos ante los
astutos!
La avaricia fue quien heló aquí
abajo todas las riquezas del oro; el oro vulgar, es el oro de
aquel Dite situado por Dante en el fondo del infierno, y atrapado
en un mar de hielo.(10) No se nos ocurra, pues, emprender esta búsqueda
química sin estar, como Dante y Virgilio, animados por el deseo
de volver al «claro mundo».(11) La concupiscencia y las
riquezas de Dite significaron la pérdida del oro vivo: y no es más
que un cadáver lo que buscan neciamente los avaros.
¿Quién, en nuestros días, ha
reconocido en Virgilio, al cantor del Arte químico? La Eneida
es un canto sublime a la gloria de la Edad de Oro de Roma. En
ella, el poeta hizo alusión a ese cadáver del oro, bajo la
historia del desdichado Polidoro, en el canto III de su poema.
El rey Príamo, presintiendo la próxima
ruina de Troya, quiso poner a salvo a su joven hijo Polidoro, el
bien nombrado. Le impuso una «pesada carga de oro» y lo entregó
al rey de Tracia pidiéndole que lo «alimentara»:
Hunc Polydorum
auri quondam cum pondere magno
Infelix Priamus
furtim mandarat alendu
Threicio regi..
(versos 49 a 51)
Pero cuando se enteró de la ruina
de Troya, este malvado rey hizo decapitar a Polidoro y se apoderó
de su oro «por la violencia».(12)
Polydorum
obtruncat et auro
vi potitur. Quid
non mortulia pectora cogis
Auri sacra fames?
(versos 55 a 57)
¿A qué extremos empuja el corazón
de los mortales la maldita avidez del oro? Pero, precisamente,
los adeptos lo han previsto. Por ello han trenzado esa famosa
corona de espinas alrededor de su secreto que cuece en sal del
Paraíso.
Nos dice Virgilio que desde tal
crimen, los árboles que crecían sobre aquella tierra no tenían
por savia más que una sangre negra y putrefacta. Cuando se les
rompía una rama, esta sangre se derramaba sobre el suelo,
mancillándolo con su podredumbre.
Nam quae prima
solo ruptis radicibus arbos
Vellitur, huic
atro liguontur sanguine guttae
Et terram tabo
maculant...
(versos 27 a 29)
«... Lo que tomaste por árboles
no es sino hierro, huye de las tierras de ese cruel, huye de la
proximidad de los avaros», gime desde el fondo de su tumba el
alma de Polidoro... «Estoy fijado aquí, el hierro me ha
recubierto con una cosecha de flechas, que han crecido en
venablos agudos». Vemos pues que el hierro es maldito para los
alquimistas: es la «helada» de los metales. Observamos
precisamente la oposición entre la Edad de Oro y la Edad de
Hierro(13):
Heu fuge
credulis terras, fuge litus avarum
Nam Polydorus
ego. Hic confixum ferrea texit
Telorum seges et
iaculis encrevis acutis
(versos 44 a 46)
Habiéndose, pues, enterado del
crimen de que fue víctima Polidoro, Eneas y sus compañeros
decidieron de forma unánime marchar de aquella tierra criminal
donde la hospitalidad había sido profanada, y confiar sus velas
al viento.
Omnibus idem
animus scelerata excedere terra
Linqui pollutum
hostitium et dare classibus austros
(versos 60-61)
Actuemos del mismo modo... pero no
antes de haber estado atentos al grito del alma del oro desde el
fondo de su sepulcro: «Ayúdame y te ayudaré».
Pero, algunos dirán, las palabras
de estos Filósofos son oscuras, y su práctica, indescifrable.
Si el oro debe ser lavado y disuelto para liberar su virtud
interna, y renacer vivo, ¿dónde encontraremos el disolvente que
es como su propia naturaleza y en la que se funde suavemente como
el hielo en el agua, para, seguidamente, coagularse de nuevo en
la pureza, en esta Piedra de los sabios de la que se oyen tantas
maravillas?
¡Cuántos químicos han muerto
obrando en la búsqueda de esa «primera materia», que ha
inspirado tantos libros!
La respuesta es que dicha obra es
inaccesible al hombre solo. Por eso el oratorio es tan necesario
como el laboratorio. Si la alquimia es una filosofía
materialista, dista mucho de ser atea. Que el discípulo haga
suya esta sentencia del Talmud(14): «Todo hombre que posee el
temor de los cielos oye las palabras de Elohim... y el mundo
entero no ha sido creado más que para hacerle compañía». Esta
sentencia también es un enigma.
Todos estos misterios están en
poder del Altísimo. Otorga sus favores a quien quiere. La
humildad de los sabios consiste en haber hablado, dejando a ese
Altísimo Padre de las Luces, el cuidado de dar la inteligencia.
La alquimia no se enseña, se comunica.
«... Os juro por mi Dios dice
Pitágoras en la Turba que por largo tiempo he
investigado esos libros, a fin de llegar a esta ciencia, y he
rogado a Dios que me enseñara lo que era; y cuando Dios me hubo
oído, me mostró un agua nítida, conocí que era como puro
vinagre, y después, cuanto más leía los libros, tanto más lo
entendía.»(15)
(1) Louis Cattiaux: El Mensaje
Reencontrado II 21.
(2) Panacea. Del griego Pan:
todo, y akeo: curar. Aquello que lo cura todo. En la
mitología, Panakeia: «La socorredora de todos», era
hija de Asclepios, dios de la Medicina.
(3) Del árabe «Iksir»,
de la raíz «ksr» que significa romper, quebrar,
partir. Al iksir es el nombre árabe de la Piedra
Filosofal.
(4) El Cosmopolita: Traité du
sel, troisième pricipe des choses minerales de nouveau mis en
lumière... París, Jean dHoury, 1669. Sobre misterioso
personaje que a veces se ha confundido con Sendivogius, ver Louis
Figuier: La Alquimia y los Alquimistas... París, Hachette,
1865; Reedición, Denoël, París, 1970.
(5) Génesis I, 2.
(6) El Mensaje Reencontrado XXXVIII
69.
(7) Paracelso: Le ciel des
Philosophes, Canon 7, ed. De Tournes, Ginebra, 1658.
(8) Limojon de St. Didier: Entretien
dEudoxe et de Pyrophile, París, Jacques dHoury,
1688.
(9) Nicolas Valois: Los cinco
libros o la llave del secreto de los secretos. Libro II,
Biblioteca Hermética, ed. Retz, París, 1975, p. 192.
(10) Dante, Infierno XXXIV,
27.
(11) Idem, 132.
(12) Como Judas el traidor que se
manchó de barro con los malditos treinta denarios.
(13) Virgilio, IV Bucólica,
versos 8 y 9.
(14) Talmud de Babilonia,
Berajot, 6, b.
(15) La Turba de los Filósofos.
Hay varias versiones diferentes de la Turba de los Filósofos.
El libro en latín: Artis Auriferae quam Chemiam vocant (Basilea,
1593) contiene dos diferentes. Nuestra cita está extraída de un
tercer tratado del mismo nombre, publicado en París por Jean dHoury
en 1622, en un precioso librillo titulado: Divers traités de
la Philosophie Naturelle El editor nos advierte que esta
versión era la que «el conde de la Marche Trévisane alaba y
cita tan a menudo, llamándolo el Código de toda Verdad».
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