EL PUÑAL DE LA FE
Fray Ramón Martí
Presentación y traducción
Carmen de la Maza
Introducción
Es difícil determinar con exactitud la fecha de nacimiento de Fray Ramón
Martí, aunque probablemente tuvo lugar en Subirats, población
cercana a Barcelona, sobre el año 1220. Los escasísimos datos
que poseemos sobre su infancia y primera juventud nos imposibilitan demostrar
su procedencia: unos entroncan su linaje con nobleza catalana y otros le sitúan
entre los «cristianos nuevos» es decir, los judíos conversos.
Sabemos, sin embargo, que un día de 1234 (debía de tener unos
catorce años) llegó al convento de Santa Catalina de Barcelona,
perteneciente a la Orden de Predicadores y pidió su ingreso, lo que agradó
mucho al Prior, que de antemano conocía sus cualidades. Posteriormente,
cursó estudios en París, viviendo las enseñanzas de Alberto
Magno. De nuevo en Barcelona, debió de ejercer su ministerio sacerdotal
discretamente hasta que en 1250 comienza una vida, podríamos llamar pública,
emprendiendo una gran actividad literaria y docente, en especial por lo que
se refiere a las tradiciones rabínica y talmúdica, de las cuales
era consumado maestro, como su ilustre alumno Arnau de Vilanova atestigua al
comienzo del Allocutio super Tetragrammaton (1) diciendo:
«Frecuentemente me ha afectado, carísimo padre, la semilla de
la lengua hebrea que sembró en el jardincillo de mi corazón el
celo de la religión de fray Ramón Martí, que me ha aprovechado
no sólo a mí sino también a otros fieles para la salvación
eterna. Pero pensando a menudo cómo el conocimiento de esta lengua podría
dar frutos para la congregación de los fieles, siendo la base de la edificación
católica, igualmente iluminando y confirmando en el alma de los creyentes
su fe en aquellas cosas que predica la lección evangélica, descubrí
cuán adecuadamente enseña y manifiesta esto su gloriosa obra (El
puñal de la fe) la cual creo firmemente fue inspirada por el hálito
divino a través del ministerio y labor del antedicho varón, que
contiene muchos y claros testimonios en favor de los artículos de nuestra
fe que estuvieron ocultos hasta ahora en la verdad hebraica».
Nos parece sumamente destacable que basándose en las más genuinas
tradiciones hebreas, enseñe a los cristianos y a los que él llama
«judíos modernos» sus propias verdades, es decir, los fundamentos
de su fe y de la nuestra, que ambas comunidades habían acabado por perder
a fuerza del modernismo de unos y del delirio escolástico de otros.
La crónica de Pedro Marsilio, a principios del siglo XIV, habla de nuestro
autor diciendo que fue «muy suficiente en latín, filósofo
en árabe, gran rabino, maestro en hebreo y muy docto en la lengua caldea»
lo que queda magníficamente demostrado en su obra Pugio fidei o Puñal
de la fe, que ahora nos ocupa y cuya introducción hemos traducido presentándola
acto seguido.
EL PUÑAL DE LA FE
Proemio
Comienza el proemio sobre el puñal de los cristianos para acabar con
la maldad de
los impíos y sobre todo de los judíos [modernos]. Escrito por
el hermano Ramón
Martí de la Orden de Predicadores.
Según san Pablo, es hermoso y conveniente que el que predica la verdad
«...sea capaz de exhortar a los fieles en la sana doctrina y convencer
con la verdad a quienes le contradijeren» (Timoteo 1, 9) y según
san Pedro «...santificad a Dios, el Señor en vuestros corazones
y estad siempre preparados para dar satisfacción a cualquiera que os
pida razón de la esperanza que hay en vosotros» (Pedro 3, 15) pues
lo contrario sería vergonzoso.
Además, según afirma Séneca, «ninguna calamidad
es más eficaz para dañar como el enemigo familiar», y la
fe cristiana no ha tenido ningún enemigo más acérrimo e
inevitable que los judíos.
Yo, sin embargo, añado que con los libros del Antiguo Testamento que
recibieron los judíos, además del Talmud y otros de sus textos
auténticos, compondré una obra tal que sea capaz, casi como un
puñal, de rasgar a los perseguidores de la fe cristiana y del culto.
Para los judíos, el pan de la palabra divina se convierte a menudo en
perfidia pertinaz y desvergonzada para destruir a Cristo.
Confiándome pues al auxilio del Hijo de Dios, que creó el mundo
de nada por voluntad del Padre, y al de otros prelados y santos padres, escribiré
este puñal principalmente contra los judíos, los sarracenos y
otros que esgrimen argumentos adversos a la verdadera fe.
Ruego, sin embargo, sea este proyecto excusado de la audacia de mis exposiciones
y corregido, si es preciso, por mis hermanos, teniendo en cuenta que me mueve
la devoción y no el rechazo a la autoridad de ningún prelado,
por lo que, si en alguna ocasión me equivoco, no se impute, os lo ruego,
mi error a la malicia sino a mi estupidez e impericia.
La materia que tomaremos como base para este pugilato con los judíos
será doble: en primer lugar la autoridad de la ley y los profetas contenidos
en el Antiguo Testamento; en segundo lugar, algunos comentarios o midrachim
contenidos en el Talmud, que son en realidad glosas que recogen la antigua tradición
de los judíos y que arrancaré, como quien saca perlas de un estercolero,
para instalarlos en los textos latinos, ilustrando los mismos con la ayuda de
Dios, en la medida de mi comprensión.
Esta antigua tradición es llamada en hebreo torah chebealpe es decir,
ley sobre la boca, que según dicen, fue dada por Dios a Moisés
en el monte Sinaí, simultáneamente con la ley escrita. Luego Moisés
la transmitió a su discípulo Josué y éste a sus
sucesores. Posteriormente fue transmitida de boca a oreja por los rabinos hasta
que la pusieron por escrito. (2) Así pues, parece ser que Dios entregó
a Moisés en el monte Sinaí toda la enseñanza que contiene
el Talmud, pero a causa de la ignorancia, se le atribuyen múltiples absurdidades,
y no hay que hacer caso de ellas pues precipitan el alma en la infamia.
Sin embargo, algunos que conocen el sabor de la verdad y la doctrina de los
profetas y de la fe cristiana se asombran en gran manera de verla expresada
en este libro con increíble claridad, pero la mala fe e ignorancia de
los judíos modernos pretende destruirla y confundirla, al juzgar esta
enseñanza como discordante. Los profetas, junto con los santos y los
padres de la Iglesia, escribieron ordenadamente sobre ella porque llegaron a
alcanzarla, pues de los contrario no hubieran podido expresarla. Cuando la tradición
es transmitida de este modo, vemos que el Mesías de los judíos
no es otro que el Cristo de los cristianos, sin que exista en ello ninguna contradicción.
Por eso no deberá ser rechazada por causa de los malvados que existen
en ambas partes, porque un hombre prudente acepta una piedra preciosa aunque
se halle en la cabeza de un dragón o de un sapo. También la miel
es el esputo de las abejas, lo que no la hace menos apreciada; sin embargo,
no hay duda de la existencia del venenoso aguijón de las mismas y que
debe evitarse.
Así pues, no rechazamos esta tradición sino que la acogemos y
comprobamos, así que no hay nada tan válido para confundir a los
judíos (modernos) como sus propios argumentos tan eficazmente entendidos.
Por otra parte ¿Qué hay más edificante para un cristiano
que retorcer con facilidad la mano del enemigo que empuña la espada y
a continuación utilizarla para decapitar a los infieles, a semejanza
de Judit que mató a Holofermes con su propio puñal? (3)
Además, conociendo la autoridad de los textos hebreos, no creemos desaprovechable
acercarnos a la versión de los Setenta o de otros traductores que nos
parecen prestigiosos. El mismo san Jerónimo no tolera en lengua latina
ningún aspecto distinto de aquellos que son propios de la lengua hebrea,
traduciendo palabra por palabra si el caso lo requiere; de este modo puede transferir
la verdad de una lengua a otra. Los judíos, sin embargo, con sus mentiras,
son como grandes escollos en el camino, pero nunca podrán decir que nosotros
interpretamos la verdad sin tener en cuenta sus textos.
Además, quien lea los comentarios que hizo san Jerónimo a Paula
y Eustaquio a propósito de Miqueas 1, 10: «No lo anunciéis
en Gad», comprenderá que yo no exagero al velar ante todo por la
fidelidad del texto. (4) Lo mismo podría decirse de lo que escribe a
Océano: «... vino de nuevo a Jerusalén y Belén donde
el judío Bartemio trabajaba con su preceptor por la noche y en secreto,
lo que le hace comparable a otro Nicodemo». Muchos judíos no están
de acuerdo ahora con la interpretación de los Setenta porque no la entienden,
pues necesitamos al Espíritu de Dios para comprender.
En la segunda carta que dirigió san Jerónimo a san Agustín,
dice lo siguiente: «... tradujimos del mismo hebreo lo mejor que supimos,
guardando a veces más bien la verdad de los sentidos que la conservación
de las palabras» y continúa diciendo más abajo: «...
dices que he entendido mal un pasaje del profeta Jonás y que los clamores
del pueblo alborotado a causa de una palabra discordante casi pierde el obispo
su autoridad ante los sacerdotes. Es lástima que te quede en el tintero
el pasaje mal traducido, con lo que me quitas la ocasión de defenderme
y satisfacer con mi respuesta tus comentarios. A no ser que, como desde hace
años, salga a relucir otra vez la calabaza que según
Cornelio traducía yo por hiedra en lugar de calabaza.(5)
Sobre tal cosa respondí con amplitud en mi comentario a Jonás;
baste decir ahora que los Setenta y Aquila (6) con los otros, tradujeron hiedra,
que en el texto hebreo se escribe kikaion y que el vulgo llama kikiar. Se trata
de un arbusto o planta trepadora de hojas anchas a manera de pámpano.
Apenas plantada, se levanta muy pronto como arbusto que se sostiene en su propio
tronco sin necesidad de cañas o rodrigones, como necesitan las calabazas
o hiedras. Para ser fiel al texto habría tenido que dejar kikaion o kikiar
y nadie lo hubiera entendido; calabaza diría algo que no
es lo que está escrito en hebreo; me decidí pues por hiedra para
conformarme al resto de los intérpretes». (7) Hasta aquí
la epístola de San Jerónimo a San Agustín.
Volviendo de nuevo sobre el tema, vemos lo que dice en el mencionado comentario
a Jonás: «... por calabaza o hiedra en hebreo leemos kikaion»
y más abajo: «... cuando interpretamos a los Profetas quisimos
traducir con el mismo nombre que se le da en la lengua hebrea y como no existe
una palabra para definir esta especie de arbusto, temimos que los gramáticos,
no hallando en sus reuniones de estudio la palabra adecuada, inventaran fábulas,
como hicieron para fijar el nombre de alguno de los animales de la India o de
algún monte de Boecia; por ello, preferimos seguir a los antiguos traductores
que interpretaron como hiedra».
He querido introducir mi obra con las palabras del propio san Jerónimo
para ir en contra de aquellos que traducen mal porque en realidad comprenden
mal, vituperando casi todo lo que ignoran, por lo que deben ser reprendidos.
Yo, por contra, me comprometo a ceñirme al texto sin vacilación
alguna.
Es preciso, además, que se sepa que en muchos lugares de la Escritura,
la verdad es más fácil de descubrir para los cristianos con el
texto hebreo que con nuestras traducciones, pues allí donde se requiere
una sola interpretación, a veces se emplean muchas. Por ejemplo, en el
primer capítulo del profeta Habacuc (1, 5) podemos leer: «pues
he hecho una obra que nadie creerá al narrarla», es decir; «pues
una obra, obra (Dios) en vuestros días que no creeréis cuando
será narrada». Este texto, además, se refiere a Nabucodonosor,
por lo que aparentemente no hay razón para que su obra no pueda ser creída;
esto, pues, nos indica que hace referencia a otra cosa más difícil
de creer que es la encarnación de Cristo.
En cualquier caso, si queremos forzar las palabras, no parece que la letra
esté de acuerdo con la verdad cuando dice «nadie creerá»,
ya que en el primer caso, cuando se entiende por Nabucodonosor, todos los judíos
lo creen y en el segundo caso, cuando se entiende por la encarnación
de Cristo, innumerables gentiles y muchos judíos creyeron, como los mismos
apóstoles.
El hecho de reconocer que esta «obra» es el misterio de la encarnación
de Cristo no debe significar para nosotros un embrollo, sino un motivo de gran
alegría al comprobar que los judíos que ya vivían en la
tierra prometida confirmaban con sus escritos este gran misterio.
Pero si alguien aún obstinadamente arremetiera contra estas cosas, san
Pablo sale conmigo de nuevo al paso con Lucas (8) en los Hechos de los Apóstoles
(13, 41) pues para dar testimonio de Cristo ante los judíos utiliza las
mismas palabras, diciendo: «Mirad, oh menospreciadores, asombraos y desapareced,
porque yo hago una obra en vuestros días; obra que no creeréis
si alguien os la contare». «Hago un obra», es decir, la encarnación
de Cristo.(9) Continua el mismo capítulo diciendo que los judíos
llenos de envidia contradecían con blasfemias todo aquello que Pablo
predicaba, lo cual es terrible para ellos, pues tendrán que ser castigados
si no quieren doblarse. Por lo que a mí respecta, me siento honrado y
consolado al sufrir la misma ignorancia y envidia que sufrió Pablo.
Finalmente, quiero decir que el estilo de este pugilato será simple
y tosco en su mayor parte para evitar la prolijidad, pero no impenetrable para
aquellos que tengan el arte y la práctica de las palabras, de su sentido
y de su interpretación.
Que aquél que nos prodiga su ternura paternal desde el comienzo del
día me inspire las facultades necesarias para terminar este trabajo de
manera que aumente la gloria y el honor de Dios y la confirmación de
los fieles y sirva para la defensa de la fe. Sirva también para le verdadera
y útil conversación de los infieles, y me sirva a mí, el
menor de entre mis hermanos de la Orden de Predicadores, para dar alabanza a
Jesucristo, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los
siglos de los siglos. Amén.
NOTAS:
(1): Utilizamos el texto de J. Carreras Artau, Allocutio super Tetragrammaton
de Arnau de Vilanova, Sefarad IX, 1949, pp. 80-81.
(2): Puede decirse que cesó la transmisión oral, cuyo espíritu
se redujo de nuevo a la letra.
(3): Véase Judit 13, 7 y ss.
(4): Véase Epístola 108 titulada «Epitafio a Paula».
San Jerónimo dice que este versículo alude a la gestación
de María, que se produce en secreto hasta el glorioso nacimiento del
Hijo de Dios: «... en ti ha permanecido oculta la raíz de David
hasta que la Virgen ha dado a luz y todo el pueblo ha creído en Cristo;
entonces se podrá anunciar claramente». Este tiempo secreto está
expresado veladamente en Miqueas 1, 10: «No lo anunciéis en Gad».
(5): Véase Jonás 4, 6.
(6): Aquila fue el primer traductor de la Biblia en griego después de
los Setenta. Vivió durante el reinado de Adriano (130). San Jerónimo
habla a menudo de él.
(7): Es el contenido simbólico del árbol lo que de hecho defiende
san Jerónimo.
(8): Los Hechos de los Apóstoles son la continuación del Evangelio
según Lucas.
(9): Queda bastante evidente que quien «hace la Obra» es el propio
Pablo.
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