ASTROLOGIA
Y ALQUIMIA EN LA OBRA DE QUEVEDO
Pere Sánchez
Ferré
Francisco de Quevedo y Villegas
vivió en una época en que la sociedad española reposaba sobre
dos columnas: el honor y el dinero. La hidalguía, la actividad
desinteresada y la pureza de sangre, junto con la religión, eran
los valores más apreciados entre las clases cultas y adineradas,
y de los que aspiraban a serlo, todos ellos bajo la mirada
escrutadora del Santo Oficio. El dinero era la otra gran
preocupación de los españoles, especialmente si con él se podían
comprar títulos y prebendas.
La base del prestigio social y la
propia estructura de la sociedad barroca pivotaba sobre el
principio de pureza de sangre. Había los limpios y los manchados;
los hispanoárabes y los hispanohebreos todos ellos
cristianos nuevos no eran limpios y, por tanto, eran
ciudadanos de segunda clase. Los judíos se habían dedicado
tradicionalmente a las tareas científicas y técnicas, por lo
que dichas actividades fueron despreciadas por un sector
importante de la sociedad porque eran identificados con el judaísmo
(1). La Iglesia, por medio de la Inquisición, sancionaba
legalmente las pruebas genealógicas de pureza de sangre,
aceptado como algo lógico y normal entre el común de los españoles.
En este mundo, cristiano era sinónimo de hombre y, por otra
parte, el catolicismo venía afirmando desde hacía bastante más
de un milenio que los judíos habían matado a Cristo.
El 1559 el rey Felipe II (muy
interesado en la alquimia) prohibió que los españoles fuesen a
estudiar o enseñar al extranjero, pero España no era un país
aislado de Europa, aunque sí es verdad que imperaba una mística
religiosa muy nacionalista, unida a un hispanismo militante que
cultivaban con gusto la mayoría de literatos e intelectuales. El
siglo XVII fue también el de la Revolución científica, en que
empezaron a prosperar las tesis de aquellos que aplicaban el
racionalismo materialista a todas las cosas y realidades, primer
paso para exiliar a Dios del mundo y colocar al hombre en su
lugar. Querían desencantar el mundo por medio de la razón y la
técnica, pero España no se dejaba desencantar, a pesar de que
aquí también llegó la novedad, el eco tímido de la nueva
ciencia y el recién estrenado gusto por «lo nuevo». El ateísmo
no existía, puesto que los sectarios y los herejes simplemente
creían en otro Dios o practicaban sistemas «erróneos» de
cristianismo.
Quevedo vivió y escribió en esa
España, fuertemente espiritual y tradicional, donde la
preeminencia de la mentalidad antigua se reflejaba en todos los
aspectos de la realidad. Así, el mito de Hércules y sus doce
trabajos estaba grandemente popularizado y se decía que el héroe
había fundado ciudades como Sevilla, Tarazona, Sagunto o Mérida,
entre otras. En Cataluña la tradición quería que hubiese
fundado Barcelona, Balaguer, Vic, La Seu dUrgell y Manresa
(2). Las columnas de Hércules estaban situadas al Sur de la Península
y muchos identificaban la vieja Hesperia con el jardín de las
Hespérides y sus manzanas de Oro (3).
Por otra parte, no debe olvidarse
que, entre los países occidentales, España es el único de los
actualmente vivos que ha explicado su historia a partir de un
mito clásico fundamental, como es el Siglo de Oro, porque, en
palabras de J. M. Rozas, siempre ha tenido presente la
temporalidad y la dualidad de un tiempo de oro y un tiempo de
hierro (4).
La astrología y la alquimia se
popularizaron entre el vulgo al convertirse en un elemento
adscrito a la picaresca y su mundo, que constituye un fenómeno
social de la España barroca, estrechamente unida al Camino de
Santiago. Ya desde mucho antes nuestro país había sido objeto
de peregrinación por parte de un número muy elevado de europeos
que cruzaban la frontera y la mayoría de ellos se dirigían a
Santiago de Compostela. Esa tradición convirtió las tierras y
pueblos por donde pasaba el Camino de Santiago en un mundo
singular. Allí proliferaban los desocupados, los marginales de
la época y los vividores, confundidos con los auténticos
peregrinos, todo lo cual quedó plasmado en el mundo de la
picaresca.
Abundaban también ciertos
personajes a los que se atribuía extravagancias sin cuento, como
los supuestos magos, los charlatanes astrólogos y los falsos
alquimistas, todos ellos dedicados a engañar incautos y a
excitar la imaginación de las gentes. C. Pérez de Herrera
refiere que muchos franceses prometían a sus hijas, como dote,
lo que consiguiesen en un viaje a Santiago, como si fueran a las
Indias (5). En el siglo XVII, el Hospital Real de
Burgos albergaba anualmente entre ocho y diez mil peregrinos
extranjeros, a los que se daba cobijo y alimentación durante dos
o tres días. Muchos de ellos se pasaban media vida dando vueltas
por España y no pocos hijos de buena familia abandonaban su casa
para vivir una temporada de aventuras en el Camino de Santiago.
Pero también hombres como
Paracelso y E. Cornelio Agrippa viajaron a España y éste último
fue el cronista del rey Carlos V (6). La figura del alquimista
embaucador de avariciosos e ingenuos se popularizó hasta el
punto que pasó a convertirse en un cuché literario usado en el
género picaresco, donde también aparecían los magos de
pacotilla, los pseudo-astrólogos, quirománticos y sanadores de
dudosa fiabilidad. Todo ello, junto al interés que desde antiguo
demostraron por el Arte de Hermes reyes, nobles e incluso
Alguaciles del Santo Oficio, como Luis de Aldrete y Soto,
popularizó la alquimia, exaltó la fantasía popular acerca de
sus misterios y algunos de sus términos, como alambicar, pasaron
a incorporarse a la lengua castellana.
Creemos de interés señalar que
la alquimia, la astrología e incluso ciertos postulados de la
magia no eran considerados opuestos a la religión católica,
siempre y cuando no hiciesen apología del judaísmo o del Islam,
o no fuesen expuestos de manera que contradijesen los dogmas
cristianos, puesto que la venida de Cristo anulaba el poder de
los astros y su fuerza salvadora estaba por encima de cualquier
manipulación humana de la materia y de sus fuerzas e influencias.
Que la frontera de lo permisible
no siempre estuvo bien determinada, es evidente, puesto que si
bien es cierto que la literatura sobre esos temas circulaba con
profusión, por otra parte en las cárceles españolas de la
Inquisición abundaban los herejes dedicados a esas actividades y
en 1600 Giordano Bruno fue muerto en la hoguera por el Santo
Oficio italiano.
No obstante, los rigores
inquisitoriales no impidieron que, desde su siglo de hierro, un
sector de la inteligencia española soñara y laborara por
recuperar el Siglo de Oro, cuyo punto de referencia lo constituyó
la Antigüedad clásica y sus discípulos del Renacimiento, como
Petrarca, empeñados en devolver su pureza a la lengua latina y
restaurar así aquella época dorada de la «romanitas»
universal embebida de helenismo. Y como sea que no hay Edad de
Oro sin Lengua de Oro, renacentistas y barrocos, también en España,
se afanaron en limpiar, pulir y enriquecer la lengua castellana.
Quevedo participó de esos valores
y por medio de la Sátira, la burla despiadada y la inspiración
poética, dejó magistralmente escrito lo que odiaba, lo que
amaba y lo que esperaba de este mundo y del mundo por venir,
sabedor de que el Siglo de Oro era en realidad el Siglo del
Hombre en el Reino de Dios.
Quevedo fue poeta, teólogo, político,
maestro de la escritura y, como afirma J. L. Borges, sólo
estudioso de la verdad (7). En su obra, la
presencia de la muerte es constante, pero recuérdese que es muy
salutífero tenerla presente si se busca en verdad a Dios. La
vida es una enfermedad, cuya única medicina es la buena
muerte, afirma nuestro autor y lo repite en muchas ocasiones:
No hay otro camino para pasar a vida sin muerte(8). Este
es uno de los grandes temas espirituales de Quevedo, así como la
precariedad de la condición humana, la esperanza de la salvación,
la justicia de Dios, por la que cada uno teje en este mundo su
propio destino. Una misma cosa a unos salva y a otros condena;
los perdidos están fuera de Dios, los salvados, dentro (9).
Honor y humillación, riqueza y pobreza son siempre de
consecuencias inciertas, porque muchas veces castiga Dios con
lo que da y premia con lo que niega (10).
Reflexión y enseñanza abundan
en la obra de Quevedo, que en eso sigue también el precepto
tradicional según el cual no puede haber literatura sin
instrucción; lo demás es vanidad o inutilidad. Así, toda su
obra está salpicada del saber que realmente importa y, en muchas
ocasiones, lo más rico y profundo está expresado con pocas y
precisas palabras: Con los doce cené; Yo fui a la cena(11).
La soberbia tropieza volando, la humildad vuela
cayendo (12). No es filósofo el que sabe dónde está el
tesoro, sino el que trabaja y lo saca. Menester es desnudarse de
las tinieblas quien se quiere vestir de claridad (13).
Estas sentencias las encontramos
en piezas que tratan de los temas más variados; la sátira
social, la crítica política, el simple humor corrosivo,
cualquier tema es bueno en Quevedo para insertar en su pletórica
cosecha verbal esos frutos de luz que deleitan, seducen e
instruyen al lector capaz de percibir cuándo la inspiración
vibra y la belleza se manifiesta.
ASTROLOGIA Y ALQUIMIA EN
QUEVEDO
A nuestro entender, pocos
estudiosos han comprendido el verdadero significado de sus
escritos y en particular de la poesía, precisamente porque se
trata de creaciones de inspiración hermética, como lo son
igualmente las de Homero, Virgilio o Dante.
Algunos autores, como los
hispanistas Amédée Mas y Alessandro Martinengo, han estudiado
ese aspecto de su obra, pero sus métodos científicos y la
dificultad que supone acercarse a los textos herméticos no les
han llevado más allá de poner de manifiesto los conocimientos
librescos de Quevedo sobre temas como la alquimia, la astrología
o la quiromancia.
Mas se ha ocupado del pasaje
dedicado a los alquimistas en Las zahurdas de Plutón y ha
sabido identificar los juegos verbales quevedescos con axiomas y
principios alquímicos. Por su parte, A. Martinengo ha dedicado
dos trabajos a la astrología y a la alquimia en la obra de
Quevedo. Son, sin duda, estudios muy bien documentados, en los
que el autor desvela las influencias formales de Ramón Llull en El
Sueño del Infierno, mientras que en La Hora de todos y la
Fortuna con seso, cree ver una mayor influencia de Paracelso
(14). Martinengo pone también de manifiesto los
conocimientos astrológicos y alquímicos de nuestro autor, e
intenta esclarecer su posición acerca de dichas materias. No
obstante, tanto los análisis de Mas como los de Martinengo no
abordan adecuadamente la cuestión, puesto que ni siquiera se
preguntan qué tipo de astrólogo y alquimista condena o aprueba
Quevedo, como tampoco han sabido creemos nosotros
entrever la enorme importancia que para el escritor español tenía
el pensamiento hermético, así como la gran influencia que éste
ejerció en sus escritos.
Toda la obra de Quevedo está
repleta de alusiones más o menos veladas al misterio de la
regeneración humana, bastante evidentes para aquellos que están
familiarizados con los textos alquímicos o herméticos. Creemos
que nuestro poeta no sólo interpreta correctamente los
principios de la Tabla de Esmeralda a la que en
varias ocasiones alude sino que aplica también este
sistema de pensamiento para interpretar a los autores clásicos
como Virgilio. Lo cual no es, empero, una singularidad suya, ya
que es lo propio de los filósofos químicos, como dEspagnet,
Ireneo Filaleteo, o Luis de Centellas, por citar a un español,
quien relaciona ciertas operaciones alquímicas con un conocido
verso de Virgilio (Bucólicas, Egloga IV): Iam nova
progenis coelo demititur alto (ahora una nueva generación se
te manda del cielo) (15).
Quevedo sabe que Dante ha escrito La
Divina Comedia para explicar el misterio de la muerte y la
resurrección, y no para hacer «literatura», puesto que ésta
es tan sólo el soporte. Ello no impide, sin embargo, que se
pueda hacer de dicha obra una lectura formal, ideológica o política.
Aunque el poeta español se ocupe
de astrólogos y alquimistas en tono burlesco o en sátiras
despiadadas, sabe muy bien de quién se burla, como también a
quiénes otorga callando. No queremos decir con ello que Quevedo
sea un Adepto, pero tampoco podemos dudar de que fue un ferviente
buscador que habló incesantemente de su búsqueda y de la
esperada unión con Dios, como sólo un conocedor de la tradición
hermética podía hacerlo.
A continuación, extraeremos de
sus escritos algunos ejemplos de lo que afirmamos, así como de
su posición acerca de la alquimia y la astrología. Empezaremos
por ésta última.
QUEVEDO Y LA ASTROLOGIA
En su obra Los Sueños, sitúa
a los astrólogos en el infierno. El español, a semblanza de
Dante, también hace un descenso a los infiernos por medio de una
pieza satírica con crítica social incluida en la
que nigromantes, embaucadores y falsos alquimistas comparten
morada con astrólogos, alguaciles, boticarios, clérigos, etc.
Pero los astrólogos no están en
el infierno porque no crea Quevedo en las influencias de los
astros como pronto veremos, sino por ser
supersticiosos, porque están más atentos de los astros que de
Dios. El epígrafe de un soneto suyo dedicado a la venida de
Cristo es bien expresivo: Al Nacimiento. Mostrando que la
astrología misteriosa admira a la celeste. Como dirá en
otra parte, el astrólogo va al infierno porque ha tratado
muchos cielos en vida, cuandó en realidad, por falta de
uno solo será condenado(16). Evidentemente, ese único cielo
salvador es el de nuestro nuevo nacimiento, el que verdaderamente
cuenta y el que reivindica y espera Quevedo. Dicho sea de paso,
en eso consiste la llamada astrología «esotérica» y no en
mucho de lo que se escribe y explica en nuestros días.
Es así como esos desviados astrólogos
pueblan el infierno, ya que tan sólo son lectores vulgares y
exteriores del cielo sublunar; no son Filósofos... Y por tanto,
Quevedo los ridiculiza con toda su divertida ironía y mordacidad.
En Las zahurdas de Plutón hace exclamar a uno de ellos: ¡Vive
Dios que, si me pariera mi madre medio minuto antes, que me salvo!
En El Sueño del infierno, otro
lector de los astros llega al lugar donde se celebra el juicio
final dando voces y cargado de mapas, astrolabios, globos.., y un
diablo observa que se ha llevado consigo toda la madera necesaria
para su propia hoguera (17).
Otro supersticioso pide con
insistencia a los diablos que se cercioren si es verdad que él
ha muerto, lo cual no puede ser, puesto que tenía a Júpiter
por ascendente y a Venus en la casa de la vida, sin aspecto
ninguno malo... (18)
Veremos a continuación diversos
fragmentos de poemas en los que el tema astrológico está
tratado con profundidad y sentido, siendo algunos de ellos
verdaderos testimonios tanto de sus conocimientos sobre la
materia, como de su actitud frente a las influencias astrales en
este mundo. He aquí algunos versos del Himno a las estrellas:
A vosotras,
estrellas (...)
que por campañas de
zafir marchando
guardáis el
trono del eterno coro
con diversas
escuadras militando; (...)
cuyos pasos
arrastran la Fortuna, (...)
árbitros de la
paz y de la guerra,
que, en
ausencia del sol, regís la tierra; (...)
vosotras, cuyas
leyes
guarda
observante el tiempo en toda parte,
amenazas de príncipes
y reyes,
si os aborta
Saturno, Jove o Marte; (...)
Creemos que los fragmentos
transcritos huelgan, por su claridad, todo comentario. Sin
embargo, nos detendremos un momento en el verso que, en
ausencia del sol, regís la tierra. Es obvio que las
estrellas son las reinas de la noche, pero también es cierto que
si entendemos ese sol como el Sol invictus de la Navidad,
que es Cristo, veremos cómo tiene un segundo sentido: el
nacimiento del Redentor borra las influencias estelares. Y es
precisamente en el ya aludido poema del Nacimiento donde está
expresada con más belleza y claridad la idea de Quevedo (que es
la tradicional) sobre el verdadero destino del hombre, es decir,
su salvación, la salida de este mundo sublunar regido por los
astros(19).
Ramón Llull, tan respetado por
Quevedo, consideraba supersticioso «herético» a aquéll
qui ha major temor de Géminis o de Cáncer que de Déu (20).
Es en ese sentido que debe
entenderse el siguiente poema:
Cuando esperando
está la sepoltura
por semilla mi cuerpo fatigado,
doy mi sudor al
reluciente arado
y sigo la
robusta agricultura. (...)
Recojo en fruto
lo que aquí derramo,
y derramaba allá
lo que cogía.
quien sefia de
Dios sirve a buen amo.
Más quiero
depender del sol y el día,
y de la agua,
aunque tarde, si la llamo,
que de láulica
infiel astrología.
Es difícil decir tanto con tan
breves y hermosos versos. Quevedo lo hace creyendo en lo que dice,
porque espera de la robusta agricultura divina ser
cosechado para la resurrección. Muchas cosas podrían decirse de
ese sudor, que es el sudor de la tierra. Por otra parte,
debe notarse que aquí el agua corresponde creemos
a la Gracia de Dios, a la cual llama y de la que espera todo. A
esa Agua viva la denominan los alquimistas Agua Ardiente, pues
contiene la fuerza ígnea que anima el Universo, procede de la
corona zodiacal, que es su-pra-lunar, y está asimilada al Alma
del mundo (21). Bajo su forma amorosa lo expresa Quevedo en estos
versos:
Amar es conocer
virtud ardiente, (...)
eterno amante soy de
eterna amada (22).
De qué clase de amor se trata lo
explicita en este otro cuarteto, inspirado, según dice, en una
sentencia de Platón:
Alma es del mundo
Amor; Amor es mente
que vuelve en alta espléndida
jornada
del sol
infatigable luz sagrada,
y en varios
cercos todo el oro ardiente (23).
No podía faltar a esta breve
silva de versos su espléndido soneto dedicado al nacimiento de
Cristo:
Hoy no sale de sí
la astrología
que en la estrella del mar mira
en el suelo
cerrado el sol,
epilogado el cielo
y en alta noche
amanecer el día;
las tinieblas
pobladas de armonía,
temblando el
fuego eterno, ardiendo el yelo;
alegre la
tristeza, y el consuelo
que a sus lágrimas
hace compañía.
Mira hacer el
oficio del Oriente
al pesebre, en
que son signos de oro
una mula y un
buey dichosamente.
Ve al sol en el
Cordero, y no en el Toro:
vele en la
Virgen por diciembre ardiente,
a la aurora sin
risa, al sol con lloro (24)..
Para indicar que la encarnación
de Dios en el mundo acaba con las influencias astrales, Quevedo
lleva a cabo una completa alteración del mundo sublunar: la
estrella del marVenus fuera de su lugar, el sol
apagado y caído porque asistimos al amanecer de Dios. Ese sol no
está en el Toro, aunque éste sea un símbolo solar, sino en el
Cordero, que es el emblema de Cristo. He aquí un diciembre
ardiente porque la Virgen da a luz al Salvador; ya no brillan
estos astros, sino los del nuevo cielo mesiánico. Vemos, pues,
que Quevedo no niega la realidad de la astrología, sino que
abomina de lo que habían hecho de ella los profanos y los
ignorantes. Para él ésta era una ciencia que, como todas las
demás, debía de armonizarse con la teología. Quevedo descree
de una razón que se pretende aplicar a todas las cosas y
desaprueba una ciencia desligada de la religión, que aspire a
descubrir los secretos del hombre y del Universo. Como abanderado
que es del pensamiento tradicional, el poeta español afirma que
todo deseo de conocer fuera de Dios es vanidad, puesto que la única
sabiduría positiva es la de aprender a bien morir. Ante tal
radicalismo espiritual, el hispanista A. Martinengo califica el
pensamiento de Quevedo de nihilismo cristiano absoluto, puesto
que niega las posibilidades mismas de la ciencia y del
pensamiento humano (25). Quevedo, ciertamente, no era
partidario de este «progreso» tan nuestro y, si atacaba la
superchería, era por razones diametralmente opuestas a los
defensores del racionalismo materialista. Finalmente y
puesto que hablamos de astrología vamos a transcribir unos
cuantos versos donde Quevedo nos habla de su carta astral, con su
generoso humor cáustico:
Parióme adrede mi
madre, ¡ojalá
no me pariera!,
aun que estaba
cuando me hizo, de gorja juerga Naturaleza. (...)
Nací debajo de
Libra (...)
dióme el León
su cuartana,
dióme el
Escorpión su lengua,
Virgo el deseo
de hallarle,
y el Carnero su
paciencia (26).
QUEVEDO Y LA ALQUIMIA
Nos ocuparemos a continuación del
juicio que la alquimia merece a nuestro escritor, cuyo tema
aparece en varias de sus obras y en muchos sonetos. Como en el
caso de la astrología, aquí también se hace necesario precisar
qué tipo de alquimia y de alquimista des-califica, a fin de
poder comprender cuál es su opinión y su actitud acerca de tan
antigua y debatida disciplina.
En primer lugar, debemos señalar
que Quevedo sabe muy bien de qué trata la ciencia de Hermes,
conoce la terminología y los autores, entre los cuales únicamente
cita a los que considera más prestigiosos. En su biblioteca había
obras de Ramón Llull y de los llamados pseudo-lulianos, así
como de Robert Fludd, Oswald Croll, Marsilio Ficino, la Clavis
Artis lullianae, de Lugduni y el Almagestum, así como
numerosas obras de astrología, ciencias aplicadas, medicina,
historia natural y matemáticas. Poseía, además, un cierto número
de tratados de magia, quiromancia, fisiognomía, y algunos sobre
piedras preciosas (27).
Como veremos a continuación,
Quevedo deja claro su respeto por la alquimia verdadera y, aunque
en su prosa se refiera a ella y en particular a sus falsos discípulos
en tono burlesco, su poesía está llena de referencias más o
menos veladas al Arte Real, gracias a ese continuo juego de
palabras que tan bien practica y a esa sugerente ambigüedad que
sabe imprimir a sus versos. Y recordemos que la ambigüedad y el
doble sentido son característicos de los escritos herméticos.
Antes de continuar, es preciso
aclarar una importante cuestión terminológica respecto a la
palabra «alquimista». Desde la Antigüedad clásica hasta el
siglo XVIII éstos se llaman a sí mismos Adeptos, Sabios, discípulos
de la ciencia de Hermes, del Arte Real, Filósofos del Fuego o
simplemente Filósofos Anónimos, como Ireneo Filaleteo. Y si
bien la palabra alquimia es bastante usual en los textos,
entendida como uno de los nombres del Arte, se define al falso
adepto como alquimista, es decir, lo que los franceses
llaman «souffleurs». He aquí dos ejemplos:
En el Rosarium Philosophorum, (escrito
en la primera mitad del siglo XIV, editado a partir de 1550 y del
que se hicieron varias versiones en castellano) se establece
claramente la distinción entre los buenos y los malos discípulos
del Arte: Les Philosophes disent en effet: «Mon fis, les
alchimistes et ceux qui croient á toutes leurs dissolutions,
sublimations, conjuctions, etc. Qu'ils se taisent, ceux que
annoncent un autre or que le notre, une autre eau que la notre, (...)
qui sefont áfeu doux...(28).
Esa misma prevención contra los
farsantes de la época hace escribir a Alvaro Alonso Barba, en su
obra Arte de los metales (1690): Los Alquimistas (odioso
nombre por la multitud de ignorantes, que con sus embustes lo han
desacreditado)...(29).
Bien seguro que Quevedo compartía
el parecer de los textos citados. Resumiendo la cuestión podríamos
decir que los falsos adeptos son aquellos que esperan encontrar
la piedra filosofal con su único recurso y sin la previa ayuda
de Dios, mientras que los buenos discípulos convierten el Arte
en una disciplina desinteresada, renunciando del todo al mundo y
entregándose del todo a Dios; éstos son en verdad los únicos
que podrán realizar la Gran Obra. Esa es la diferencia abismal
entre unos y otros.
Y volviendo a los escritos
quevedescos, podemos leer en El Sueño del Infierno que
Demócrito Abderita en su Arte Sacra, Avicena, Géber y
Ramón Llull no son alquimistas, porque ellos
escribieron cómo de los metales se podía hacer oro y no lo
hicieron ellos, y, si lo hicieron, nadie lo ha sabido hacer después
acá (30). Así pues, en el infierno no están
los Filósofos, sino los alquimistas, haciendo compañía
a otros que, como ellos, no hacían en vida más que soplar. Por
esa razón están allí también los saludadores -curanderos
que, andan siempre soplando (31). El
juego burlón de Quevedo se basa aquí en que uno de los métodos
comunes de sanar en la época era soplar al enfermo. Quevedo
tiene interés en colocar en el infierno a todos los sopladores y
por ello también están allí los odiados alguaciles, así como
los llamados «corchetes» o «porquerones».
En el Sueño del infierno se
dice (y se repite en otra parte) que la piedra filosofal se hace
con la cosa más vil, que en este caso son «los corchetes»,
aunque un diablo considera que tienen demasiado aire para poder
hacer la piedra. Es bueno saber que, en la época se denominaba
corchetes a los ayudantes de los alguaciles quienes estaban en
permanente relación con prostitutas y delincuentes.
En otro lugar los diablos
encienden el fuego inmortal con «corchetes», en lugar de
fuelles, porque soplaban mucho más (32).
De todos ellos viene a decir
Quevedo: ¿Cómo es posible que se halle virtud en gente que
anda siempre soplando? (33).
Es necesario recordar respecto a
los sopladores que, en términos herméticos, éstos constituyen
los malos alquimistas que no hacen más que excitar de forma
perversaprostituir el fuego, que entonces sólo quema
violentamente, en lugar de cocer dulcemente (34).
En un soneto, que es una alegoría
del cohete, Quevedo nos habla del fuego de los discípulos
desviados:
pues no siempre
quien sube llega al cielo (...)
mira que hay fuego
artificial farsante,
que es humo y
representa las estrellas (35).
En contraposición a ese Fuego
farsante, nuestro autor se refiere en otra parte al que es
patrimonio de los Filósofos, y que denomina e/fuego
no fuego de Raimundo (36). Con ese término
ambiguo alude al fuego filosofal, del que Raimundo Llull era
considerado el más grande de los maestros. Y para dejar bien
sentada la diferencia entre unos y otros, Quevedo afirma en Las
zahurdas de Plutón que los verdaderos alquimistas son
los boticarios, que tienen el infierno lleno de bote en bote (...)
porque hacen oro de las moscas, del estiércol, (...)
ni hay piedra que no les dé ganancia (37).
Como es sabido, los textos alquímicos
afirman que la Obra se hace a partir de una cosa al alcance de
todos, sin valor y muy vil, lo cual sirve al autor para burlarse
y acusar una vez más a los sopladores. Siguiendo esa misma línea,
en el Infierno de Quevedo un diablo pregunta a los
presentes. ¿Queréis saber cuál es la cosa más vil? Los
alquimistas. Y así, porque se haga la piedra, es menester
quemaros a todos.
Diéronles fuego y
ardían casi de buena gana sólo para ver la
piedra filosofal (38).
En otro pasaje de la misma obra se
dice que naturaleza con la naturaleza se contenta y con ella
misma se ayuda, (39) repitiendo un conocido axioma
hermético. Cuando en uno de sus juegos verbales dice que los
alquimistas miraban ya al negro blanco y le aguardaban
colorado, no hace más que indicar los colores básicos que
designan el proceso de la Obra (40). Y cuando afirma
siempre con ese juego feliz de palabras: ¡Oh, qué
de voces oí sobre el padre muerto ha resucitado y tornarlo a
matar!, entendemos que, bajo esa frase jocosa, se hace alusión
a otro principio alquímico, según el cual aquellos que no
saben matar y resucitar que abandonen elArte.
En su receta para escribir libros
de alquimia, nuestro poeta vuelve a referirse a la Gran Obra en
los mismos términos:
Recibe el rubio y mátale y
resucítale el negro. Item, tras el rubio toma lo de abajo y súbelo
y baja lo de arriba y júntalos y tendrás lo de arriba. Y para
que veas si tiene dificultad el hacer la piedra filosofal,
advierte que lo primero que has hacer es tomar el sol, y esto es
dtficultoso, por estar tan lejos (41).
Habrá que releer a Quevedo.
Reproducimos para concluir, el
poema que dedicó a los alquimistas, es decir, a aquellos que no
hacían más que «soplar»:
¿Podrá el vidrio
llorar partos de Oriente?
¿Cabrá su habilidad en
los crisoles?
¿Será la
tierra adúltera a los soles,
por concebir de
un horno siempre ardiente?
¿Destilarás
en baños a Occidente?
¿Podrán lo
mismo humos que arreboles?
¿Abreviarán
por ti los españoles
el precioso
naufragio de su gente?
Osas
contrahacer su ingenio al día;
pretendes que
le parle docta llama
los secretos de
Dios a tu osadía.
Doctrina ciega,
y ambiciosa fama
el oro miente
en la ceniza fría,
y cuando le promete le derrama
(42).
Notas
1- Américo Castro, «La edad
conflictiva: Castas, honra y actividad intelectual», en Historia
y crítica de la literatura española, edición de F. Rico y
B. W. Wardropper, Ed. Crítica, Barcelona, 1983, vol. III, pp. 60-64.
2- Pere Tomich, Históries e
con questes deis reys dAragó e compres de Catalunya, (Valéncia,
1970), edición facsímil de 1 534. Este cronista y caballero
catalán divulgó la epopeya de Hércules como fundador de
ciudades en Catalunya. Una lápida del siglo XV que se conservaba
en el Ayuntamiento de Barcelona decía Barcino, fundada per Hércules
i engrandidapeis cartaginesos: Rafael Tasis, Barcelona, R.
Dalmau Editor, Barcelona, 1961, p. 14.
3- Hércules era uno de los
patronos de los reyes de España; Carlos V fue convertido en un
nuevo Hércules y al subir al trono Felipe IV la ciudad de
Sevilla batió una moneda que en el reverso se representaba a Hércules
niño estrangulando las serpientes: 5. Sebastián, Arte y
Humanismo, Ed. Cátedra, Madrid, 1978. pp. 64-65 y 198-199.
4- Juan M: Rozas, «Siglo de Oro.
Historia y mito», en Historia y crítica de la literatura
española, vol. III; p. 67.
5- Juan Garcia Font, Historia
de la alquimia en España, Madrid, 1976, p. 238.
6- Ibid., p. 238.
7- Jorge Luis Borges, Otras
inquisiciones, Ed. Alianza, Madrid, 1976, p. 46.
8- Quevedo, Obras, Bib. de
Autores Espafioles, Madrid, 1876, vol. XLVIII, p. 372 a.
9- Quevedo, Sueños y Discursos,
edición de Felipe C. R. Maldonado, Clásicos Castalia,
Madrid, 1990, p. 77.
10- Quevedo, La Hora de todos y
la Fortuna con seso, Edición de 1. Bourg, P. Dupont y P.
Geneste, Ed. Cátedra, Madrid, 1987, p. 335.
11- Quevedo, Poesía original
compleja, Ed. Planeta, Barcelona, 1990, poemas religiosos,
192.
12- Quevedo, Obras, Bib. de
A. E., XLVIII, p. 8.
13- Quevedo, Sueños y
Discursos, p. 173, y «La cuna y la sepultura», Obras en
prosa, Ed. Aguilar, Madrid, 1958, p. 1216, respectivamente.
14- Amédée Mas, Quevedo. Las
zahurdas de Plutón (El sueño del infierno), SFIL, Poitiers,
1956; Alessandro Martinengo, Quevedo et il simbolo
alquimistico, Liviana Editrice in Padova, 1967; p. 11
15- Para una lectura hermética de
Virgilio, véase Emm. dHooghvorst, Chromise! Mnasylus in
antro... (réflexions sur Virgile alchimiste), «La Tourbe
des Philosophes, n. 11,2º trim., 1980, pp. 36-42; Virgile
Alchvmiste, u. 13, 4º trim., l980 pp. 9-15. Véase
también, Dom Pemety, Les Fables égyptiennes et grecques dévoilées,
Ed. La Table dEmeraude, París, 1982, libro VI, pp. 597-627.
16- Quevedo, Sueños y
Discursos, p. 85.
17- Ibid..
18- Quevedo, Los Sueños, Espasa-Calpe,
Madrid, 1961, vol. II; p. 160.
19- Sobre este tema véase Ch. DHooghvorst,
Determinismo astrológico y Don del Cielo, «La Puerta»,
n.º1, Barcelona. 1981. pp. 40-52.
20- Op. cit., p. 48.
21- Ibid.. El destino
astral y la posibilidad de libramos de él lo expresa con
brevedad y perfección Louis Cattiaux en El Mensaje
Reencontrado (V, 79): «El destino de los hombres está
inscrito en los astros y se reabsorbe en ellos, pero quien ha
fijado su vida en Dios escapa a las alternativas del destino.»
22- Quevedo, Poesía original
completa, poemas amorosos, 331.
23- Op. cit., 332
24- Op. cit., 185.
25- A. Martinengo, La astrología
en la obra de Quevedo: una clave de lectura, Ed. Alhambra,
Madrid, l983,p. 153.
26- Quevedo, Op. cit., poemas
satíricos, 696; el título originario de este poema era «Romance
al nacimiento del autor».
27- A. Martinengo. La astrología
en la obra de Quevedo, pp. 173 y ss.
28- Le Rosaire del Philosphes, Librairie
Médicis, París, 1973, p. 225.
29- Reproducido por José R. de
Luanco, La alquimia en España, edición de 1980, p. 93.
30-Los Sueños,p. 133.
31- Las zahurdas de Plutón, p.
156.
32- Quevedo, Obra en prosa, vol.
1, p. 14/.
33- Las zahurdas de Plutón, loc.
cit.
34- Hay mucho para leer y
comprender en El Mensaje Reencontrado, de Louis Cattiaux
sobre los sopladores y los dos fuegos. He aquí dos ejemplos: Los
sabios oficiales, herederos y descendientes de los sopladores
rabiosos, que fueron los primeros en forzar el fuego, la
naturaleza, a los seres y las cosas, ahora son más honrados y
recompensados que nadie, porque son los sacerdotes de la ciencia
del maldito que tiene al mundo entre sus garras... (XXXIX,
28). No es por casualidad que los demonios del infierno
están representados accionando sin parar fuelles defragua que
fuerzan el fuego donde se queman los condenados. (XXXIX, 29).
Elfuego de Dios edifica la vida. El de los hombres la consume.
No obstante, la suavidad del segundo puede manifestar la virtud
del primero. (VIII, 54). Véase también, E. H., Dieu
le Feu, (presentación de LEscalier des Sages), «Le
Fil dAriane», u. 38, Bruselas, 1989, pp. 10 y ss.
35- Quevedo, Poesía original
compleja, Poemas morales, 110.
36- Las zahurdas de Plutón,, p.
157.
37- Op. cit., pp. 132-133.
38- Op. cit., p. 159.
39- Op. cit., p. 158.
40- Ibid. Dom Pernety
afirma en su Dictionnaire mytho-hermétique (voz «Chose
vil») que esta «cosa» tiene los pies negros, el cuerpo blanco
y la cabeza roja.
41- Quevedo, «Libro de todas las
cosas», Obras en prosa, p. 116.
42- Quevedo, Poesía original
completa, 83.
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