R. Arola
L. Montblanch
Ante todo guarda tu corazón, ya
que de él brotarán los
manantiales de la vida.
Proverbios, IV-23
El órgano de carnal llamado corazón parece simbolizar el receptáculo de lo que es más esencial en cada ser: en él está encerrada nuestra herencia adámica transmitida de padres a hijos, el Dios escondido en el hombre, el recuerdo de la Unidad Primordial, la raíz de la que brotará la regeneración del hombre, en definitiva, el misterio del que hablan todas las tradiciones.
A causa de la caída original, este corazón se ha vuelto de piedra y se ha convertido en la prisión de la semilla santa, del fuego celeste. «El corazón del hombre es como una piedra que sella la entrada del tesoro de Dios»; «Disuelto en el agua de la gracia y en el fuego del amor, manifiesta la luz santa donde todos se mueven y donde algunos reposan» (El Mensaje Reencontrado, XII-12′ y 13′). «…Y os daré un corazón nuevo y un espíritu renovado, infundiré en vuestro interior y quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ezequiel XXXVI-26). Aludiendo a este don divino, en La nube sobre el Santuario (carta primera), K. von Eckhartshausen escribe lo siguiente: «El fin más elevado de la religión es la más íntima unión del hombre con Dios, y esta unión es posible incluso aquí abajo; pero sólo lo es por la apertura de nuestro sensorium interior y espiritual que abre nuestro corazón para hacerlo susceptible de recibir a Dios».
El don divino, llamado Gracia por los cristianos, es lo que inicia el proceso de regeneración y que libera la luz santa encerrada en el corazón. San Pedro se refiere a esta experiencia en su segunda epístola (I-19): «la palabra profética, a la que muy bien hacéis en atender, es como la lámpara que luce en lugar tenebroso, hasta que luzca el día y el lucero se levante en vuestros corazones».
Por la operación del agua de la gracia y del fuego del amor, el corazón se purifica progresivamente hasta que luzca la luz del día; por eso canta el Salmista : «Crea en mi ¡Oh Dios! un corazón puro y renueva dentro de mí un espíritu recto (Salmos LI-12). Por la misma razón decía Jesús (Mateo V-8): «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios».
«…Y os daré un corazón nuevo y un espíritu renovado infundiré en vuestro interior y quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne». (Exequiel XXXVI-26).
Así pues el corazón puro es una consecuencia de la acción del don divino en el hombre. La unción real, dentro de la tradición hebrea es un claro ejemplo de ello. Leemos en el primer libro de Samuel que el Profeta, en nombre del Señor, derramó aceite sobre la cabeza del elegido (Saúl) y acto seguido «mudóle Dios su corazón» (I Samuel. X-9).
En la tradición islámica encontramos un bello pasaje de la vida de Mahoma; pocos años después de casarse con Khadija, el Profeta sintió en su alma el alcance del favor divino: un Angel se echó sobre él, le abrió el pecho, le sacó el corazón y en su lugar puso un corazón de blancura inmaculada.
Una vez abierto y limpio de la mugre que arrastró consigo en la caída, el corazón es capaz de germinar bajo el influjo divino y dar el fruto de inmortalidad, convirtiéndose en el símbolo del Ser Vivo por excelencia así como de la fuente de la que mana la vida sobre la Tierra. Por ello se dice en el Libro de los Muertos de los egipcios, cap.XXIX: «Vuelve sobre tus pasos, ¡oh mensajero de todos los dioses! Vienes acaso a llevarte este corazón mío que vive? Este corazón vivo no te será entregado. Yo sigo mi senda y los dioses atienden mi súplica, y todos se inclinan en sus lugares. Mi corazón está conmigo y nunca me será arrebatado».
En el cristianismo, el corazón del Hijo de Dios abierto en la cruz es el símbolo de la salvación del hombre; de él mana la sangre de resurrección. Hemos de encontrar este simbolismo detrás de muchas desviaciones ciegas. Del corazón de Cristo brota el agua de la Vida, como canta un himno de la fiesta del corazón de Jesús: «Del corazón abierto nace la Iglesia, unida como esposa a Cristo. Esta es la puerta al costado del arca, abierta para la salud del pueblo. De aquí mana perenne gracia, como río de siete brazos».
El corazón de Cristo se presenta inflamado; de entre los muchos textos devocionarios podemos destacar un cántico al Corazón de Jesús, de L.M. Grignion de Montfort : «Corazón, horno ardiente y divino, que realizas sublimes portentos; por sus llamas ardientes se inflaman cielo y tierra en incendio de amor» (canto 40-11). Y Dom Pernety, en su Diccionario Mito-Hermético, escribe en la voz «corazón»: «Algunos Químicos han dado el nombre de corazón al fuego». El corazón de Cristo es, pues, el símbolo del fuego divino, del Eter que ha bajado sobre la tierra y habita en ella. Dijo Cristo (Lucas XII-49) : «Vine para traer el fuego sobre la tierra». Y Moisés (Dt. IV-36) : «Has oído la voz de su gran fuego sobre la tierra». Este es el sentido de las siglas I.N.R.I. elevadas sobre la cruz y que en el Rito XVIII de la Masonería se leen así : Igne Natura Renovatur Integra («por el Fuego toda la Naturaleza será renovada»).
Como resumen de lo dicho, citamos El Mensaje Reencontrado (XXII-58): «El agua de la gracia es lo que hace que el corazón mortificado se funda y lo que separa en nosotros la vida pura de la mugre de la muerte. El fuego del amor es lo que fecunda el corazón depurado y lo multiplica en la gloria de Dios».